La puerta gira sobre sus pernios y un estruendoso ruido rompe el silencio intramuros. Cuando el funcionario me descubre el exterior siento que una corriente eléctrica avanza desde el coxis hasta mi nuca. Aquel celador asiente en un claro gesto con que me muestra el campo abierto, y yo no sé si responderle que me invade el miedo por lo que pueda encontrarme allí afuera o tan sólo despedirme, aunque sea con una simple mueca. Finalmente ninguna de las dos alternativas. Me giro y camino hacia la explanada en una especie de dulce rapto al tiempo que oigo el portón cerrarse a mis espaldas.
Es entonces, justo entonces, cuando comienza a sonar esa oda: un paso, un acorde, paso, gota, paso, acorde, gota, acorde, paso…
Sí, está sonando la banda sonora que tanto esperé escuchar. Aunque había soñado esa escena millones de veces. se ha incorporado un instrumento con el que no contaba: el magnífico sonido de la lluvia que tanto echaba de menos.
Y llega esa explosión de sensaciones, porque comienzo a percibir una avalancha de detalles a mi alrededor. Todo se magnifica a través de unos súper poderes que no sabía que tenía: los colores de la valla publicitaria, el olor a asfalto, el brillo de los vidrios que se esparcen por la acera, incluso los desconchones de esa farola… Pero ante todo, lo que mis retinas multiplican por mil es la paleta de tonalidades que lucen en el cielo: azul, gris, blanco, morado y ocre, un lienzo inolvidable. A esa imagen se une el hechizo del petricor… el aroma a tierra mojada el cual me está guiando hacia la libertad.
Allí me hallo, inmóvil, sin ninguna capacidad de respuesta, dejando que el aguacero me cale los huesos. Alzo la vista y me arrodillo dispuesto a recibir mi redención.
«Veinticinco años de merecida condena. No soy nada, tan sólo mis actos. Así pues Señor… concédeme el don de ser una persona buena y absuélveme».
Esa es mi tonta petición a una deidad de la cual antaño presumí de no adorar. Rompo en llanto, de modo que mis sollozos se escuchan a cien metros a la redonda, aunque allí no haya nadie más que yo y mi culpa. Y un halo mágico e invisible aparece de improviso para llevársela ipso facto hacia la atmósfera de Zuera, sintiéndome por primera vez en mi triste existencia muy vivo, liberado de ese peso.
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