Te beso en la mejilla, donde la mancha color café estalla. Bajo hasta tu cuello y beso de izquierda a derecha y cuento un, dos, tres, cuatro, cinco, manchas. Dejas caer la cabeza hacia atrás y tu rizado cabello se desparrama sobre la almohada. Mientras mis manos se ciñen a tu cuerpo y comienzan a deslizarse en tibias, ardientes, caricias, te muerdo el mentón y luego te beso en la comisura de los labios y sigo la cuenta: seis, siete. Me deslizo hasta la oreja derecha y luego a la izquierda y te beso en cada lóbulo. Te beso en la frente y cuento ocho, nueve, diez. Antes de ir hacia abajo, me detengo sobre tu boca y dejo que mi lengua busque tu lengua mientras siento cómo tus pezones se endurecen y tu sexo se roza húmedo contra mi sexo. Sobre tus pechos, alrededor de los pezones, la cuenta ha llegado a veinte. Hay una mancha grande en la areola del seno derecho. Con la lengua dibujo círculos suaves en tu pezón. Un chorro de leche dulce y caliente salta. La bebo. Me gusta beberte, vaciarte los senos rebosantes cuando nuestro niño no ha tomado suficiente. Luego bajo hacia tu vientre. Justo hacia la derecha del ombligo (más allá de la cicatriz por la vesícula) hay una de las manchas más grandes: la beso y beso en cada uno de tus costados hasta contar cuarenta. Llego al pubis, donde tengo que concentrarme. Por debajo de ese vello rubio y rizado cuento al menos cinco manchitas pequeñas. Muy cerca de la vulva beso la mancha que más me gusta y me detengo porque esos otros labios tuyos se abren para atrapar mi lengua ¡Saborear tu humedad es de los placeres más exquisitos! Entonces, cuando tus gemidos me llaman, yo dejo el inocente besar para entrar con urgencia en vos. El ritual no es demasiado largo: nos aceleramos un momento hasta que nuestros líquidos se derraman y se mezclan en un delicioso espasmo que me hace perder, inevitablemente la cuenta. Quizás la próxima vez pueda terminar de contar tus lunares…
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