El verano se había instalado.

La María, sofocada, se levantó de la siesta, discutiendo con los grillos, que parecían formar una macabra orquesta.

Menos mal que amainó ese ventarrón con olor a bicho hediondo, mezclado con peperina y piedras calientes.

Algunos chingolos volaron bien bajito por el patio.

El ramito de romero colgado en la puerta del rancho, se llenó de abejas atontadas.

El humo de la pipa parecía inmóvil, esperando que alguien lo espantara.

– Cuando baje la calor le armo el pichanero…

    No terminó la frase.

    Sonó un trueno juertísimo, como el mismo demonio; el perro  despavorido encaró pa`bajo e la mesa.

    – La ropa!!! Gritó la María, al tiempo que Don Antonio juntaba la puerta.

    – Deje m`ija… siempre que llovió, paró.

    Infraordinario.

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