Había una vez un señor, cuyo nombre se perdió en el tiempo, el cual detestaba a las personas a quienes les gustaba el rojo. Este personaje gritaba a todo pulmón que los amantes del rojo estaban enfermos y que sus gustos iban en contra de la divinidad máxima. Según él hablar con aquellas personas era un desperdicio de tiempo y por ende eran merecedores de todo el repudio. Ni siquiera sabía que la figura divina a la cual adoraba nunca discrimino realmente a aquellos amantes del rojo. De hecho, si leía bien las escrituras se daría cuenta que este andaba con todos los marginados y que estos habían sido salvados por el solo hecho de creer en él. Pues este era dador de vida y no le gustaría que sus hijos estuvieran sembrando el odio entre sí. Nunca se podría saber si este señor cuyo nombre se perdió en el tiempo cambio su parecer, pero rompió uno de los grandes mandamientos de su salvador el cual señalaba que debían amarse los unos a los otros.
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