Aquella planta me mataba, no la entendía, la regaba y se ponía seca, se la caían las hojas, entonces, la dejaba unos días sin regar y no reaccionaba. Aquella planta era una perfecta desconocida. Todos los días pasaba junto a ella y la veía morir lentamente. Me daba lástima, la veía frágil y no sabía como cuidarla. Me sentía frustrado ante su difícil belleza. Yo quería regarla todos los días, pero sabía que eso no era bueno y esperaba, observándola. Veía todos sus cambios. Sus hojas se ponían amarillas. ¿Sería de mucha agua? O ¿de poca? Con el tiempo fue perdiendo su esplendor, se fue haciendo cada vez más pequeña, llena de heridas y cicatrices. Le daba poco tiempo de vida, pero ella resistía. Un poquito más de agua, que tragaba sedienta y fue durando a duras penas. Nada quedaba de la planta hermosa y frondosa que me habían regalado. Llegó la primavera y le vi salir un pequeño capullo, pasaron unos días y creció una flor diminuta que fue creciendo de a poquito, hasta hacerse una flor grande y bonita. De aquella planta moribunda nacía cada cierto tiempo, una flor que resplandecía unas semanas y luego se marchitaba. Aquella planta me regaba, a mí, lleno de heridas y cicatrices y yo sobrevivía, a duras penas, me daba poco tiempo de vida, pero resistía y en algunas épocas del año, se hacía la primavera y me salía una flor, pequeña al principio, casi imperceptible, pero después crecía y duraba unos días, quizá semanas y se me marchitaba. Duraba el recuerdo, lo suficiente, hasta que brotaba otra. Y así entre brotes y recuerdos pasaron los años. Y nos regábamos y nos mirábamos crecer y menguar y lucíamos nuestras flores orgullosos. Cuándo no era uno, era el otro, pero siempre había una flor que celebrar. Y ya no importaban tanto nuestras heridas y cicatrices y ya no importaba tanto que no fuéramos perfectos.
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