El tenue atardecer es un placer efímero; como él mismo. Una vista única y maravillosa por los sentimientos que puede evocar; el momento perfecto donde se puede dar paso a los pensamientos más profundos en los rincones oscuros de nuestra mente. ¿Arrepentimiento, nostalgia, melancolía; felicidad, gozo, realización? Es esa variabilidad de emociones la que hace que dicho momento sea tan mágico.
El día comúnmente se usa para trabajar, el momento donde el Sol hace rugir más su presencia y nos obligar a ser seres activos. La noche se hizo para descansar, y poder dar un merecido respiro ante el trabajo hecho en el día. Claro está, dichas normalidades no son universales. Hay gente que trabaja de noche y usa el día para descansar, pero lo que nunca cambia, es el encanto del atardecer.
En mi caso, es mi mejor aliciente. Poder tan siquiera presenciarlo hace el vivir cada día no sea tan agónico. Lo presencio mejor acompañado con un dulce cigarrillo y un par de cervezas, siendo mis más fieles y mejores acompañantes. No niego la belleza de poder presenciarlo con una persona cercana, pero para mí, ese instante donde el sol procede a ocultarse, dando sus últimos atisbos de luz durante ese día, es un momento que he podido apreciar más estando solo; un momento único que, por breves instantes, hace que mis hombros se relajen y me permiten soltar un largo y tendido suspiro. La gracia del atardecer radica en su corta duración, si tuviese un tiempo más prolongado no tendría el mismo efecto, porque el placer que brinda este yace en su belleza indescriptible. Espero poder seguir presenciándolo; después de todo, es necesario para la cordura poder tener dichos momentos.
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