Aún recuerdo el día en que mi calle se convirtió figuradamente en escenario de película.

Vivíamos en una nueva urbanización aún sin asfaltar en un barrio periférico. Sus vecinos eran trabajadores, gente honrada en cuyas moradas no se carecía de lo imprescindible, pero no sobraba nada.

Apenas pasaban coches ya que la calle no tenía salida, y los niños y niñas jugaban tranquilamente mientras sus padres iban y venían.

Los vecinos de uno y otro bloque se saludaban educadamente.

Mi padre que era muy proclive a poner motes había bautizado con precisión a muchos de ellos:

En el bloque de enfrente estaba el «lavacoches», empleado de banca por la mañana y por la tarde pulidor de su flamante Seat 127. Los fines de semana ya le dedicaba el cubo y la esponja. Su señora lo contemplaba por la ventana con admiración.

Sobre su vivienda habitaba «la espía», apodada así por su propensión a asomarse a la ventana observando el ir y venir de los demás y de paso escudriñar las ventanas el bloque de enfrente, que era el mío.

La espía tenía tres hijos, pero el mayor, recibía el sobrenombre de «el viejo achicao», ya que sostenía una cara de viejo sobre un cuerpo de niño.

Otros vecinos eran «Paco el grande» y «Paco el chico».

«El cateto», familia de pueblo venida a la capital para montar un negocio de ultramarinos. Familia muy querida por los vecinos, pero que al salir de la tienda comentaban: «vaya si es carero», estos catetos lo pronto que se espabilan cuando vienen a la capital.

Para no extenderme en demasía concluiré con Mónica que regentaba un taller de costura y en la trastienda dicen que recibía señores cuando finalizaba y «la guapa del segundo» que trabajaba en un comercio y sus padres explicaban en el barrio lo bueno que era el jefe de su hija que la traía en su auto a altas horas de la noche cuando la jornada se demoraba, que solía ser con frecuencia.

Una vida normal en un barrio normal.

Los días transcurrían uno tras otro. Cualquier revuelo en la calle alteraba la rutina, y los vecinos acudían raudos a sus balcones a observar lo que pasaba, unos a cara descubierta y los más prudentes a través de los visillos para no parecer chismosos.

Un día, después de mucho litigar con el ayuntamiento, los vecinos consiguieron que asfaltaran la urbanización.

No les importaban las molestias, ya que a la postre todo serían ventajas. Los taxistas no se negarían a introducir sus autos en la calle, los familiares no pondrían mala cara al venir de visita.

Y aconteció que comenzaron a aparecer excavadoras, camiones, obreros y como toda obra debe tener: «el capataz».

El capataz era alto, ancho de espalda, bastante pelo negro muy repeinado con la raya al lado. Rondaba los cuarenta, quizás algo más. Tenía una sonrisa de niño y unos ojos pequeños pero vivarachos que decían con la mirada.

Hablaba fino, no parecía de aquí, y unos modales que hacían las delicias de quien se cruzaba con él.

Cuando calle arriba ascendía con su camisa de cuadros, su casco amarillo y ese andar seguro, propio de quien sabe adonde va, las mujeres, aprovechando que sus maridos estaban en el trabajo, corrían timidamente las cortinas y suspiraban. Anhelando quizás que él dirigiese la mirada distraidamente hacia su ventana y sus miradas se cruzasen.

Pero sucedió, que una mañana, se escuchó un revuelo en la calle.

¿Qué había pasado? Las vecinas se asomaron rápidamente al balcón, y no pudieron creer lo que sus ojos veían.

El capataz bajaba por el centro de la calle con la vecina del quinto en brazos.

La mujer se había caido a causa de las obras y el capataz cuan caballero andante no dudó en tomarla en sus antebrazos y trasladarla a un lugar adecuado.

Las mujeres estaban estupefactas. ¡La del quinto! pensaban. Tan chiquitilla, tan fea,y con esos pelos de estropajo, paseándose por la calle en brazos del capataz.

La vecina del quinto se sentía como Julia Roberts con Richard Gere en «Oficial y Caballero».Solo que en este caso las otras mujeres no aplaudían ya que habían quedado mudas de palabra y de obra.

Las demás pensaron que cómo no se les había ocurrido a ellas caerse delante del capataz. Habían perdido su oportunidad.

Ellas se lo contaron a sus maridos cuando éstos volvieron del trabajo, y algunos dijeron ¡vaya tontería! ¡cogerla en brazos! seguro que no había sido para tanto.

Pero la imagen no se les desvanecía.

Esa noche muchas de ellas no pudieron dormir, imaginando que el capataz se acercaba lentamente a su lecho, las cogía entre sus brazos y las llevaba a un destino que no sabían ni les importaba saberlo.

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