Sinopsis:

Arribal y Aspiria, fueron dos hermanas siamesas que florecieron en una calurosa tarde de un mes de agosto en algún lugar del mundo.

Con dos cabezas, solo pudieron disfrutar de un único cuerpo.

El mandamiento de Dios

Han transcurrido 60 años y nos hemos convertido en la expectación del mundo científico y el asombro de la humanidad. Sentadas detrás del ventanal que nos refugia de un intemporal invierno crudo y desapacible, nos sonreímos, sabiendo que, superado el tiempo de fogosidad in crecente, ahora disfrutamos con la fragancia de una flor, el manto de nieve sobre la floresta o la visión de un cervatillo en busca de alimento cercano al albergue donde habitamos.

Nuestros padres nos enseñaron que, con la fe, se pueden superar todos los conflictos de la humanidad y que la esperanza nos lleva en volandas hacia caminos de paz y sosiego.

Deseamos significar este mensaje y transmitirlo a todo aquél que se interese por nuestra historia:

Un solo corazón latiendo por las dos y mil intenciones distintas en cada cerebro. Deseos de reír o llorar en el mismo instante o quedarnos dormidas sobre el rostro adosado, mientras soñábamos con ser mujeres.

Una competencia tantas veces desleal y que, otras tantas, se convertía en conjunción verbal inseparable, debiendo postergar las apetencias individuales en una cadencia de sensaciones por asimilar e intentar comprender el porqué de ese escalofrío que recorre la columna compartida.

Hubo un tiempo en que nos odiábamos. La dependencia a la que estábamos sometidas nos situaba en una cárcel mucho más cruel que ninguna de las conocidas. Queríamos gozar de una intimidad soñada y pergeñada por las promesas de científicos y especialistas que nunca se consolidaron. Darle un pellizco a la vida que nos concediera ponernos un vestido en la confianza de nuestras alcobas, sin tener que compartir la ropa interior que cubría los pudores.

Desde muy jóvenes coqueteábamos con la ilusión de entregarnos al amor de un hombre y percibirnos queridas y respetadas como cualquier otra mujer, aunque éramos conscientes de no tener ningún derecho a enamorarnos. Salir a la calle para cubrir una jornada laboral y obtener la recompensa de la procreación, en lugar de parapetarnos detrás de una fingida introversión que en absoluto nos pertenecía, rechazando de esa manera cualquier atisbo de oferta que nuestras alocadas mentes creyeran percibir.

Fue el calor del hogar, la sabiduría utilizada por nuestros padres, lo que consiguió elevarnos por encima de nuestra desgracia y hacernos positivas ante el desánimo. Sobre todo, para mí, ya que los conatos de rebeldía y frustración que padecía, me llevaban a pensamientos en los que no me importaba en absoluto desinstalar a mi hermana, aunque con ello abortase su vida, sin darme cuenta que la mía pendía del mismo hilo que la suya.

Me sabía el parásito. Había invadido el espacio de Arribal, robándole la mitad de las funciones de todos los órganos de su cuerpo, en una simbiosis perfecta que nos permitía la existencia, pero que embargaba la libertad anhelada. Una simbiosis que me hizo comprender, por fin, que la conjunción obligada lo era desde el primer segundo de nuestra existencia hasta el último. Habíamos compartido la incubadora que nos asomó a la luz y también lo haríamos en el ataúd con el que nos enterrasen. Moriríamos al mismo tiempo y nuestra única esperanza sería hacerlo abrazadas. Pero la vida había que amarla o sufrirla, según se mirase, según saliese el sol por la mañana o nos envolviese la niebla invernal.

Arribal era la anfitriona y yo, el incómodo huésped que se había instalado desordenadamente en un lugar que no me correspondía, ocupando espacios vitales para la supervivencia, a los que amarré mi alma en edad prenatal con la desesperación del que nada tiene, del que nada posee. Mis deseos por sobrevivir eran muy grandes y así lo demostré en el transcurso de nuestra común existencia en tantas ocasiones como se presentaron.

Mi hermana era el cuerpo, pero yo era la protesta, la fuerza de voluntad, la rabia contenida. La desesperación por intentar coexistir en unas condiciones que no dispensaban libertad, ni la culminación de ninguno de los sueños que, como mujeres, creíamos merecer.

Acostumbrábamos a pasear por la calle principal de la población donde nuestros padres se habían refugiado junto a nosotras porque, aunque las gentes, las amistades y la familia, en un principio se solidarizaron con nuestra desgracia, posteriormente comenzaron los rumores, las conversaciones a nuestro paso e incluso las risas y los insultos cuando con nueve años pretendíamos asistir al colegio como unas niñas normales. La decisión paterna fue determinante para la continuidad de la familia, haciendo que nuestros dos hermanos mayores se quedaran en la ciudad al cuido y protección de los abuelos, para así poder culminar sus estudios y la preparación necesaria que les otorgase una vida digna. Algo, que nosotras nunca alcanzaríamos.

El contacto con nuestros hermanos siempre resultó intenso y cariñoso. Jamás nos sentimos abandonadas y la participación en sus familias fue continuada, acompañadas y protegidas en todo momento por sus esposas y nuestros sobrinos.

Era un calor de hogar liberal, algo insólito por las expectativas de la vida actual, heredado, sin duda, de la actitud de una familia que intentaba buscar la felicidad, hallando la compensación a su desgracia al elevarse sobre el universo y comprobar que el horizonte de dios es infinito y su voz nunca se apaga.

Cuántas veces creímos ser el error inmaduro de una opaca creación o la burla indefensa de un denostado credo, sin pensar que la felicidad no habita en el cuerpo, sino en la mente de los amigos, la familia y en la silente emoción de un corazón que supo repartir sus latidos entre dos almas plenas de vida, en busca de libertad y preñadas de ser las mujeres en que se convirtieron.

No nos quitamos de la cabeza, ni tampoco queremos hacerlo, las palabras de nuestro padre:

“Dios te quita y Dios te da, sólo tienes que aprender a comprenderlo”


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