Lucía sabía que los pecados de los padres se heredan; lo que aún tenía que descubrir es hasta qué punto estos podrían condicionar su vida.

Se había repetido mil veces que ella no seguiría los mismos pasos que su madre. Le parecía tan obvia la felicidad, que no podía comprender por qué su madre se complicaba tanto la vida procurando ser una infeliz. Esto habría de causar una brecha entre ellas tan profunda como la de la vieja casa donde se habían criado, ese resquicio por donde se empieza a resquebrajar toda la seguridad que conforma la estructura del hogar y de la familia.

–Yo no sé nada, el dinero solo lo usé para comprar los hilos que me pidieron –. Una bofetada en la cara le recordó que por más que se hubiera casado con su hijo, ella siempre seguiría siendo la criada de esa agrietada casa. Antonia se echó a llorar; imploraba que su marido Juan volviese pronto del campo. Pero los quehaceres de la tierra y los vinos en la taberna poco tiempo le dejaban para su nueva y servicial mujer.

Juan enviudó con dos niñas pequeñas. La inmensa soledad que sentía lo llevó a buscar desesperadamente la calidez que cambiase el frío de una cama que se volvía eterna y donde los recuerdos asomaban cada noche de manera puntual, sin tregua, desvelando rencores, súplicas y desesperación hasta que el agotamiento se apiadaba para dejarle encontrar un momento de descanso cuando el cuerpo ya se había rendido al cansancio extremo de los pensamientos. Pronto se arrimó al calor de Antonia; al fin y al cabo ya la conocía y confundir sentimientos es tan fácil cuando el mundo se derrumba a tus pies… En poco tiempo habría de descubrir que el amor no funciona así y que al final esa actitud acaba por traer consecuencias.

Los vecinos acudieron a las súplicas de ayuda de Antonia; los gritos y el llanto se escuchaban desde la calle. Justo en el momento que los padres de Juan abrieron la puerta para explicar que no ocurría nada, Antonia aprovechó para salir huyendo de ese infierno que su marido parecía no ver. Una vecina la recogió en su casa. –Antonia, en tu estado no puedes seguir así, otra paliza más y puedes perder la niña que llevas dentro. ¡Ahora mismo le digo a mi Lauriano que busque a tu marido y que le ponga fin a esta situación! –.

Al fin se mudaron de casa, una para ellos solos, para ellos y sus hijos. Pero a veces hace falta más que cambiar unos ladrillos por otros. El carácter de él se fue endureciendo, el amargor recaía sobre ella y sin darse cuenta Antonia dejó de saber expresar amor. La vida no fue fácil para ambos. La familia se llenó de hijos, fruto de noches de alcohol en la taberna que más tarde requerían que esa hombría se demostrara en el dormitorio con su servicial mujer. Con el tiempo, la necesidad los llevó a otros lugares donde ganarse los cuartos; cambiaron la tierra por el hospedaje. Ella servía en el hotel, lo único para lo que había nacido, y él se encargaba de la parte administrativa. Pero la fisura entre ambos no se cerraba; todo lo contrario, lentamente crecía como lo hacía el orificio de la vieja casa.

El tiempo habría de pasar y sin más remedio se vio llorando por el único amor que había conocido cuando este le faltó un gélido mes de diciembre. Toda su vida se había sentido sola, pero se había acostumbrado, y este nuevo desamparo le hacía añorar con fuerza lo que tuvo en un pasado, pues por poco que fuera, era más de lo que ahora tenía.

Lucía, con lágrimas en los ojos, cerró de golpe el diario de su abuela que acaba de encontrar escondido entre sus viejas cosas; no podía imaginar que la vida de su querida nana fuese tan distinta a la que ella había conocido. La echaba tantísimo de menos y ahora no estaba ahí para poder responderle a todo lo que quería saber.

Enfurecida, se fue con el diario a su madre; pensaba que ojalá ella hubiera sabido darle todo el cariño que siempre le dio su abuela. Llegó a la cocina y se quedó mirándola mientras ella fregaba los platos. No lo recordaba, no sabía el momento exacto en que el cordón umbilical dejó de unirlas; quizá no hubo un momento, quizá fue más bien un cúmulo de sucesos lo que llevó a esta frágil ruptura. Podía enumerar un sin fin de excusas que la respaldarían, que la anclarían al hecho en lugar de a la persona , eximiéndola de cualquier posible responsabilidad pero con el peligro que conlleva este tipo de condenas; condenas que con frecuencia se convierten en adictivas y que por supuesto se luce con orgullo recreando la historia una y otra vez. Pero entonces miró al diario que tenía entre sus manos y se percató de que jamás le había preguntado a su madre si su vida había sido fácil. Se limitaba a hacerla culpable de su cuestionable actitud como madre. Siempre le había resultado más fácil convertirse en la víctima y ver la obligación en el otro; si asumía su responsabilidad y fallaba ¿a quién podría culpar?.

Lucía acababa de darse cuenta que no era tan diferente a su progenitora, que quizá su madre no sabía dar amor porque no se lo supieron dar a ella y que le estaba exigiendo algo que ella tampoco le había otorgado por estar presa del resentimiento. Quizá deberían ambas aprender a amar, antes de que la vida las llevase a una edad suficiente pero tardía para hacerlo, si el miedo les frustró el intento de llevarlo a cabo antes. Se acercó a su madre y le preguntó con toda la ternura que nunca había sentido– Mamá, ¿has sido feliz?

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