Qué encuentra tu mirada cuando se empeña en la lejanía, como si alcanzara a ver allá donde habitan las esperanzas. Tus ojos ausentes han sido un enigma desde que te conocí. La casa de los abuelos era entonces un reducto de utopías y nostalgias entre muros de adobe. Tú figurabas entre los ausentes que adornaban la sala. Un día el abuelo Mundo me tomó de la mano, suspirando puso un portarretrato entre mis manos infantiles: un joven guapo y narigón vistiendo una hoz y un martillo en la camiseta. Mire hijito, este es su papá –mal disimuló las lágrimas, tal vez por ello pocas veces preguntaba por ti.
A pesar del invierno diciembre fue nuestro mes favorito. Aprendí a amar la lluvia del verano porque la navidad era más espléndida entre más abundantes las cosechas, y espléndida quería decir una cena con pavo, un juguete –tal vez dos, infinitos cacahuates, y mandarinas. Pero esos días eran imprescindibles, sobre todo, porque encendíamos una chimenea que quitaba el frío de las ausencias, mucho más por las manos cariñosas que la atizaban que por su propia hoguera. Montábamos un árbol mágico cuyas lucecitas titilantes me concedieron todos los deseos, excepto que no estuvieras muerto. Los viejos se hacían más viejos discutiendo sobre la historia y el porvenir, mientras mojaban sus ideales en una infusión de frutas con brandi. A la media noche, entre abrazos, nos decíamos “feliz navidad”. De eso se trataba: un gran abrazo que al principio del invierno nos hacía más familia.
Muchas veces me he preguntado cómo es que la navidad fue tan importante en un hogar tan ateo. Mi primera versión de Dios la escuché del hombre más sabio del mundo, mi abuelo. Con cariñosa brutalidad Edmundo Gaytán Méndez me reveló el gran secreto –nuestro secreto: Dios no existe, se trata de la farsa más grande y vieja, en su nombre se justifican brutalidades, se asusta y despoja a los pobres ¿acaso ves que los ricos trabajan mucho? respondía “no” antes de dejarme pensar cuando yo aún no tenía edad para pensar. Así que, temprano me ahorré la desilusión de saber que no hay niño Jesús, ni Santa Claus, ni reyes magos.
Durante mucho tiempo pensé que la gente que venera a Dios es tonta e ignorante, hasta que le necesité para que se hiciera cargo de ti, mientras un siquiatra se hacía cargo de mí. Y es que no te había podido enterrar, veinticuatro años después aún tenía tu muerte muy viva clavada entre los huesos. No obstante tuve que desproveerle de cuerpo y rostro: no me atreví a dejarte en manos de un Dios que sangra por las manos y soporta una corona de espinas. Así que cuando comencé a creer, ya era un hereje.
Hay pocas fotos de ti, en las últimas ocultas la cara. No existe un retrato de nuestra efímera familia: mamá tú y yo. Sería por las reglas de la clandestinidad. Ya muerto tu vida se ha mitificado. Tus compañeros la hicieron un pasaje épico para reivindicarse: el mártir que heroico murió combatiendo a cien francotiradores. Tus judas se adjudican el rol de historiadores, tan ridículos como su estatura moral, creen que publicando lo que nunca comprendieron brillarán a tu sombra. Tus amigos –pocos– callan, con nostalgia sonríen al verme, me abrazan como si se tratara de ti: eres igualito a tu padre –mentira, por fortuna no heredé tu nariz.
Moriste siendo mucho más joven de lo que soy ahora, y mucho más hombre de lo que seré siempre. No sé en qué momento supe que viví tu muerte, lo soñé: usabas la puerta de tu automóvil como trinchera, pero preferí huir –yo era tú– entonces corrí hacia la esquina hasta que la velocidad de las balas me alcanzó –tú eras yo. Desperté de súbito sólo para no morir, volví a cerrar los ojos sin poder salvarte. Decenas de francotiradores descansaron armas, tres se acercaron. El silencio absoluto fue roto por el canto de un ave despistada y cuchicheos de sicarios gubernamentales –algunos se avergonzaron de haberte disparado. Un mundo se apagaba dando lugar a uno más luminoso y etéreo, pero allí no te pude seguir. La muerte tiene música de violines, lo recuerdo.
Hace días me propuse escribir sobre ti, pero debí esperar diciembre para sentirme abrazado por los nuestros, y es que al hacerlo vuelvo a tener dos años. Hace poco volví al pueblo de los abuelos. Carcomido por sus ausencias Ignacio Zaragoza mal brilla bajo la resolana de un otoño opaco. La casa –nuestra casa– es ahora el entierro de sí misma. Brotan yerbarajos en el jardín, han fraccionado el solar –sabrá Dios quién vive allí– y tirado árboles de los que antaño pendían manzanas y columpios. No hay hortalizas, ni acequia con patos, ni jaulas con conejos y gallinas. Hay una triste perra con cara fiera que en seis zancadas hizo estallar mi adrenalina.
“Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver” versa un verso, pero la nostalgia y la memoria han sido la trinchera desde la que nos hemos hecho fuertes. En medio de tanta bala elegimos el amor, aprendimos a sonreír y a tener paz en el corazón. Sólo por ello me atrevo a decir: la vida es generosa. Ya no despierto cada mañana para recordar que estás muerto, pero hay momentos, como ahora, en los que disfruto mirar tus fotos, imaginarte, quererte. José Luis Martínez Pérez, mi amado padre, el que mira hacia la nada y ríe descomunal, el que canta bonito y toca la guitarra. El que soñó con abolir el hambre y la ignorancia de los niños pobres, y viajó a Corea para prepararse porque con otros quiso hacer una revolución, el que soñó con una muerte épica, el clandestino. Mi amado padre, el que ahora es abuelo y no lo sabe, el que con sus manos hizo mi cuna, y me eligió un nombre de Sol.
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