El poema oculto
Eran las diez de la noche, una noche muy fría del mes de noviembre, apagué las luces de mi cuarto y me disponía a dormir, cuando mi esposo, apareció en la alcoba que por 15 años habíamos compartido; encendió la luz, se sentó a la orilla de la cama junto a mí y me dijo: -tengo que irme, aquí no hay ya nada que hacer, tenemos muchas deudas y el dinero que gano no alcanza ni para lo necesario. No le dije una palabra, pues aunque lo hubiera hecho, sé que no lo habría convencido de quedarse. Mi esposo se despidió de mí, y tomando su raquítica maleta, su maltratada carpeta con documentos sobre su identidad y nuestros sueños fracasados de mantenernos siempre unidos dentro de los bolsillos de su pantalón; que aparte de eso, solo cargaban el boleto del camión y 40 dólares, me dijo –primero Dios, nos vemos pronto vieja.
Tomó un camión en el que viajó de noche para amanecer en la frontera de Ciudad Juárez. Ahí, al cruzar el puente en las oficinas de migración, solicitaría permiso para entrar a los Estados Unidos como turista en apariencia, pero en realidad, como buscador de un empleo. Su querida ciudad Cuauhtémoc, ya no le ofrecía una fuente de ingresos para mantener a una familia de 4 hijos y una esposa.
Una semana antes de la noche buena, mi esposo llamó para darme la buena noticia “ya había encontrado trabajo” (y ese sí que era trabajo). Fue en una lechería en donde lo contrataron, entraba a las 7 de la tarde y salía a las 7 de la mañana. ¿En qué consistía su trabajo? Arrear vacas hacia adentro de la lechería, conectarles unas mangueras para que una máquina las ordeñara y una vez que eran ordeñadas, los empleados, entre ellos mi marido, las sacaban para luego, a pesar del frío intenso arrear otro lote de vacas para realizar la misma operación y así… hasta terminar su jornada de trabajo.
Yo, muy feliz le manifesté mi alegría a nuestros hijos. El primer dinero que empezó a enviar, fue utilizado para pagar deudas. Cuando ya no teníamos deudas, empecé a sentirme más contenta pues ya no sólo podía cubrir gastos básicos sino podía comprar a mis hijos ropa, zapatos y darles dinero para que lo usaran en la escuela. Fue tanta mi euforia de recibir dinero cada semana que me olvidé por completo de seguir cultivando el amor con mi esposo a través de las conversaciones telefónicas que tenía con él continuamente. Tenía tan descuidado ese aspecto de nuestra relación, que ya sólo hablaba con él para decirle cuanto dinero iba a necesitar para la graduación o cumpleaños de alguno de nuestros hijos. Él, nunca me negaba nada; no se lamentaba de su trabajo ni de su forma de vida, siempre se mantuvo fuerte ante mí.
Pasó un año, me pidió que fuéramos a pasar noche buena y año nuevo juntos. Inmediatamente accedí. Me mandó el dinero para los pasajes y llegamos muy contentos a verlo. Cuando lo tuve enfrente de mí, ¡no podía creer lo que estaba viendo!, mi marido estaba flaco, ojeroso, arrugado de su cara, y con otras señales que denotaban soledad, cansancio, mala alimentación y trastorno del sueño. Nos abrazamos y lloramos pues eran muchos los deseos de vernos. También mis hijos estaban muy contentos de ver a su papá. Nos llevó a la casa (si es que se le podía llamar así) en donde vivía; me llevé otra impresión tan desagradable que hubiera preferido no ir a visitarlo. Era una especie de cuarto largo, después supe que les llaman trailas: la cocina, infestada de cucarachas, ratones y exageradamente sucia. Tenía una sola recámara que al igual que la cocina estaba en unas condiciones deplorables.
Angustiada, le pregunté que por qué vivía de esa manera y su respuesta fue: -no tengo modo de limpiar la «casita» (todavía tenía la calma de decirle casita a lo que, según yo, ni por un momento se describía como tal) porque sólo vengo a dormir y a cocinar.
Durante el tiempo que permanecimos con él, mis hijos y yo, le limpiamos la casa, fuimos a la lavandería a lavarle su ropa, todos los días le preparaba su lonche y su comida para cuando llegaba. Era muy poco el tiempo que lo veíamos pues trabajaba de noche y dormía de día. Yo le pregunté que si estaba contento con la forma de vida que estaba llevando y me dijo que si y que mientras a nuestros hijos no les faltara nada, él iba a seguir trabajando. En ningún momento se quejaba, por el contrario me daba ánimos a mí para que me regresara tranquila, diciéndome que él estaba muy bien. Yo le rogaba para que se regresara con nosotros, pero no logré convencerlo.
Un día antes de regresarnos a México, yo estaba limpiando la «casita», tratando de acabar con tantas cucarachas; cuando en un mueble viejo, que usaba para guardar los comprobantes de envío de dinero a México, algunas notas de servicios, tickets del supermercado, etc., me encontré un pedazo de papel en el que mi querido esposo, había escrito en pocas palabras, el sufrimiento que había estado viviendo. Antes de terminar de leerlo, el llanto llegó a mis ojos, y junto con el llanto, la determinación de exigirle que se regresara con nosotros. Me sentía tan culpable por no haberme percatado de lo que mi compañero de vida, había estado viviendo, y yo… tan feliz disfrutando el dinero que con tanto esfuerzo él obtenía.
Las palabras de esas notas me hicieron reflexionar sobre cuanto cambia el dinero a las personas, y a mí me cambió tanto, que por un año dejé de regar el amor que nos mantenía unidos en todos los aspectos de nuestras vidas. Sin embargo, el amor incondicional de mi marido estuvo siempre presente a pesar de las vicisitudes que tuvo que enfrentar para que a su familia no le faltara lo necesario para vivir.
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