Siempre tuve la impresión de estar en el medio. Ni del lado de papá, ni del de mamá. Tan sólo en un mediocre segundo plano que no inclinaba la balanza en ningún sentido.
Busco la acepción en el diccionario y me confirma, en la sexta entrada, mi presentimiento: MEDIO, A (Del lat. medius.) Que es imperfecto o incompleto.
Así me sentía yo. Que me faltaba algo. Aire, quizá.
Contemplo la fotografía que nos calificaría como “Familia numerosa” y me estremezco ante mi sonrisa. Sólo yo disfruto del momento de gloria en el que el fotógrafo nos retrataría.
Vuelvo a fijarme en la instantánea, parezco una pequeña copia de mi padre, que se halla a mi izquierda, incluso estoy sentada en su misma posición. Él, sin embargo, contempla impasible la cámara con esa aceptación a lo poco que da la vida, si no eres capaz de luchar, que le ha caracterizado siempre.
Mi hermano, detrás de mí, observa tristemente al fotógrafo. Él también se someterá a lo que le depare el futuro sin protestar.
Sin embargo, la bella e inquisidora mirada de mi madre va más allá, quizá a otra realidad que le aleje de su presente. Lleva en brazos a mi querida hermanita, que, desde pequeña, aprenderá a girar su rostro en otra dirección.
Sólo falta en la imagen mi abuela. La sofocante y terca madre de mi progenitora. Así que pueden imaginarse ustedes el extraño y rancio ambiente en el que me crie.
Crecí encorsetada en el marco de lo que debía de ser la hija mediana de una familia mediocre de la España de los setenta.
Frustrada, intenté destacar en lo que fuera para llamar la atención de mis padres. Siempre fui consecuente de que mi belleza natural no me llevaría a ninguna parte, por lo que traté de exprimir mi intelecto. Tampoco en esto lograba despuntar. Obtenía buenas calificaciones, pero nunca las mejores. Lo único que me hacía singular era mi imaginación. No obstante, me sentía incapaz de mostrar mi interior a una familia más preocupada en que hubiera un plato en la mesa, y a ser posible, que fuera suculento. De todas formas, a mí me bastaba con fantasear, me llevaba lejos, más allá de los desconchones de la pared. Me permitía bailar de felicidad en mi vestido de comunión de segunda mano. Inventaba historias sólo para mí, madurando obstinada y decidida.
Aun así, seguí esforzándome todo lo que pude, quizá demasiado. Logré ir más allá de lo que se tenía previsto para alguien como yo. Conseguí un título universitario, un marido de familia pudiente, un chalet en las afueras y un único hijo al que me empeñé en llevar a los mejores colegios.
Entonces, en el momento en que se suponía que lo había conseguido todo, me ahogué.
Las expectativas me cubrieron la boca, “lo que hay que hacer” taponó los oídos y el sentido de la responsabilidad obturó mis fosas nasales impidiéndome respirar.
En ese momento desapareció definitivamente mi sonrisa de niña mediana.
Me morí.
Pasé a ser uno de ellos.
Cuando pensaba que jamás volvería a vivir, encontré un papel y un lápiz y empecé a escribir. No paré de hacerlo hasta que un poco de aire entró en mi vida y me permitió inspirar tímidamente. De todos modos, seguí escribiendo. Sin parar.
En el transcurso, abandoné el chalet con mi hijo a cuestas, me divorcié de su padre y renegué de mis ancestros. Tuve que escupir toda la inquina que llevaba dentro para que algo parecido a una mueca comenzara a tirar de la comisura de mis labios.
Todavía no he logrado espirar. Supongo que es cuestión de tiempo. Noto que una frágil sonrisa se cuelga cada vez más tiempo en mi rostro. Incluso deja arruguitas en mi piel a modo de recordatorio. Estoy sola y empiezo a sentirme feliz tratando de vivir lo que me imagino
Por cierto, ahora solo me hago selfis.
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