Démeter y Perséfone

Démeter y Perséfone

Karim Alí

04/12/2016

Latifah Rhazali se había servido demasiados bourbons —de tres dedos cada uno— con cubitos de hielo y en un vaso de tipo rock glass. No pudo resistirse a cumplir con el ritual de olfatearlos antes de que se deslizaran por su garganta. Titiritando y nerviosa, había colocado la nariz por encima del borde del vaso y sus labios se habían dividido en el filo del recipiente para oler y saborear —al mismo tiempo— el perfume de madera añeja que desprendía aquel licor caramelizado. En menos de una hora, se los había tragado con tanta devoción que su aliento se había vuelto insoportable, hasta el punto de parecer que anidaba en su estómago una colonia de cucarachas vomitando etanol. Su estado de ánimo fue idéntico al de un zombi desesperado por engullir carne humana. El hígado parecía haber sido golpeado por la fuerza de una catarata y su sangre regada con miel venenosa. Tanto vaivén en aquel cuerpo enjuto hizo que se desplomara sobre un sofá chéster vintage, de color sepia oscuro, que adecentaba el salón de su casa. El motivo de aquel festín solitario era la memoria de su madre…

De nombre Malika Alí. Conocida en el barrio como “la mora blanca” debido a que el tono de su piel se asemejaba a un terrón de azúcar disolviéndose en una taza de café solo. Tuvo la mala suerte de no haber encontrado un gigantesco paraguas que la hubiera resguardado de todas las tormentas y lluvias cuchilleras que desgarraron y reventaron su corazón de madre valiente y guerrera; que se iba transformando en una arrugada uva pasa cada vez que su única hija volaba en primera, sin clase en el éxodo más engañoso y destructor que decidió emprender desde hacía muchos años: la maldita heroína…

Malika pasaba muchas temporadas a solas, mientras Latifah se desvanecía de su lado cuando daba con sus huesos en la cárcel o en centros de desintoxicación, donde la esperanza era un encendedor que se quedaba sin combustible, con la suerte de no poder seguir cocinando más agua blanca con tufillo a muerte… Hubo épocas en las que se producía el milagro y su “niña rebelde” recuperaba la salud, delatada en unos kilos de más peso, arreboles en cada una de sus mejillas y una sonrisa que irradiaba vida; y, sobre todo, revelaba su racial belleza árabe. Aun con una personalidad impulsiva, manejaba unas maneras elegantes en el trato hacia los demás, con la virtud de saber escuchar a cualquier interlocutor que tuviera enfrente. Sus contestaciones, fueran para quienes fuesen, solían ser de un tono decidido y educado. Daba la impresión de que le habían realizado un exorcismo y habían expulsado de su sangre y alma todos los males que habían poseído sus venas. ¡Ojalá aquel demonio con jeringuillas y cuchara hirviendo hubiese desaparecido para siempre! Al no salir bien… Malika estaba lívida de llevar una existencia vertiginosa, como si, en contra de su voluntad, tuviera la obligación de estar sentada permanentemente en el vagón de una montaña rusa. La impotencia y la rabia consumieron sus sentimientos que, aliándose con la soledad, formaron un cóctel autodestructivo que desembocó en un volcán de interrogantes en su interior que hallaron por respuesta más y más desesperación. Morfeo la abandonó por las noches. Aunque la visitaba, a veces, cuando ingería el antidepresivo que estaba obligada a tomarse para pacificar la furia voltaica que la atormentaba. Cansada de morir en vida por la existencia moribunda de su hija, ni siquiera el Prozac pudo reanimar las serotoninas grisáceas que habitaban en su cerebro para vislumbrar, al menos, un nimbo de luz. Y en una tarde de un mes de mayo, azorada y decidida, se bebió varias pastillas salvadoras mezcladas con ron-cola. De repente, le entró somnolencia. Comenzó a relajarse profunda y pausadamente. Notó el vértigo invadiendo las pupilas y la falta de oxígeno en los pulmones… En apenas unos minutos, su derrotado corazón se paró inminentemente y el sonido “lup-dup” de los latidos comenzó a retumbar como el reloj de péndulo que emite el último tictac cuando se produce una avería irreversible…

El olor a putrefacción infestaba todo el piso, convertido en un improvisado sepulcro. Tal pestilencia había alertado a los vecinos de la planta que, alucinados, avisaron con carácter urgente al parque de bomberos. Una vez in situ, varios operarios accedieron desde el exterior, con un camión autoescala, al dormitorio, y seguidamente al salón, donde encontraron a Malika, cadáver, sentada en el sofá junto a una botella de Brugal medio vacía y la televisión encendida. Llevaba así siete días eternos, como ocho siglos efímeros…

Latifah eructaba de forma incesante por las contracciones intensas que se producían en su diafragma. Para calmar el hipo bebió un poco de agua fría embotellada. De repente, ¡zas!, golpeó de un manotazo la botella desplazándola medio metro. A continuación, apretó los dientes mientras cogía con la mano derecha otro vaso lleno de burbon y, en un ataque de ira, lo arrojó contra el suelo formando un huracán de cristales, a la vez que se retorcía de amargura gritando histérica y fuera de sí por tanto dolor acumulado que le evocaba la trágica muerte de su progenitora y el remordimiento perenne de no haber podido ayudarla ni despedirse de ella. Latifah, en su vida cotidiana, jamás dejó de rodearse de “indeseables amistades tóxicas”.

La hallaron tumbada sobre su lecho, con la oscuridad por compaña y un silencio desafiante resonando en la habitación. Aquella paz era una flecha estática a punto de ser soltada para perderse por los vientos… Los ladridos de su perro, desesperado por socorrer a su dueña, dieron la voz de alarma a todo el vecindario. El hedor a inmundicia se deslizaba por debajo de la puerta, delatando otra fatalidad. Latifah llevaba años viviendo sola junto a su yokshire, al que puso de nombre: Destino…

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