El vestuario es un lugar inmóvil, perplejo, casi siempre vacío, habitado por los mismos socios que se saludan con respeto durante décadas.

Ni amigos ni conocidos: compañeros de club. Nadie se sorprende por ausencias, nadie pide favores. Más bien son los nuevos quienes provocan suspicacias. Me incluyo en este plural: nos desconocemos con afabilidad y dejamos que pasen los años en el mayor anonimato posible.

-Cómo le va diputado?

-Qué tal, Ratazzi. Cómo está la familia?

Las palabras resuenan en las baldosas frías del invierno. Cada tanto llega el ruido del tren que pasa rasante entre el vestuario y la pista de atletismo. Ratazzi es el director de la filial de Pirelli, y se comenta que fue nadador de aguas abiertas. Critica el club con delicadeza, intuyendo tal vez entre brazada y brazada que todas las piletas olímpicas del mundo se parecen, y que no hay mejora posible en esta provincia italiana de ultramar que es la Argentina. Tiene la calvicie pareja y el porte de un senador romano.

El diputado, en cambio, es un advenedizo sin talento deportivo. Su carrera política fue creciendo a la par de su abdomen. Se pavonea hablando por celular con ministros, nombrándolos en voz alta, invocando al presidente. Brilló defendiendo con verborragia al gobierno populista, y su fatuidad lo ha hinchado como un pavo.

Pero casi siempre el vestuario está vacío. Al final de corredor repleto de roperos hay un espejo. Me gusta mirar la secuencia de cajoneros en el ojo de la cámara. Dos candados en el ropero revelan una desconfianza excesiva del poseedor. Verifico que no haya nadie cerca y tomo la foto. En blanco y negro asoma la grieta del espejo que parece dividir el pasado del futuro. Hay algo de infinito en el vestuario, una geometría regenteada a la distancia por Alberto, un empleado mañoso.

– Querés toalla? Un jaboncito?

– Tengo todo Alberto, gracias.

– Viste que el diputado le prohibió una importación a Ratazzi. Se agarraron en la cancha de paleta. Ratazzi lo molió a piñas.

Cada tanto pasa algo, pero se olvida pronto en el ritual atemporal de discreta desnudez y saludos parcos. En las duchas se avisa cuándo se abre o se cierra el agua, con una solemnidad excesiva que ya no existe. Se hacen los comentarios de rigor sobre el clima; también se sabe demorar años una indiscreción o una afrenta, y ocultar cualquier escándalo.

Ocurre una especulación inmobiliaria en torno a los roperos, cuya vana posesión es la medida de la propia importancia. El diputado logró hacerse de los tres que están pegados al espejo, en la mejor zona. Unos paleteros que estaban allí tuvieron que mudarse entre rezongos, se quejaron a la Intendencia, pero no hubo caso.

-Alberto, me avisás cuando se desocupe algún ropero? Quiero tener otro.

Alberto impide el paso de los menores, entrega los candados y fiscaliza con desgano el acceso a la piscina. Sus treinta años de servicio y el relajamiento de las costumbres le dan privilegios: torso desnudo en verano, una lejana suficiencia, y un aire de sofoco permanente. Y no le cuesta nada deslizar un rumor en quien se detenga en su cuartito por más de un instante.

– Che, hace rato que no aparece la familia de los italianos.

Tengo esta imagen de ellos: entra Ratazzi al club sacando pecho como si fuera una proa, lo sigue su hijo Robertino saltando, rebotando infinitamente entre el suelo y el cielo. Más atrás va la madre cargada de bártulos, escorada como un navío rumbo al desguace. Así los veía yo desde el bar cuando llegaban a media mañana. Ratazzi se despegaba del grupo y se dirigía al vestuario y luego al natatorio. La madre llegaba a los tumbos a la sombra, apoyaba los bolsos, y se derrumbaba a leer. Robertino salía disparado al reconocer a sus amiguitos, en esos instantes de felicidad instantánea que no se superan en el curso de una vida.

– Y Ratazzi, se habrá vuelto a Milán?

Pasan años como quien da vuelta páginas. El club es inmutable salvo ese halo de abandono que emerge en los yuyos contra las paredes, en la pintura descascarada y en el séquito de divorciadas a la deriva. Pero las esperanzas vuelven con los jacarandáes florecidos en cada Noviembre.

Pero en el fondo el club estaba como el país. Tras la derrota del populismo el diputado deambula en sombras y acomodó sus horarios. Ahora viene muy temprano para evitar insultos. Un día coincidimos, me saludó a regañadientes y le señalé su ropero abierto.

Alberto, en tanto, sigue con los rumores. Creo que exagera un poco y que debería mantener las formas.

-En una época venían unos tipos de noche y se llevaban socios.

El tiempo siguió pasando. Algunos terrenos del club tuvieron que ser vendidos. Las costumbres cambiaron, los hombres usan calzas y se saludan con besos. Las mujeres se tatúan con violencia y usan anillos en los dedos pulgares. Hubo inviernos sin agua caliente, huelgas del personal y eventos de rock que llenaron al club de gente extraña. Los árboles nos contemplan, inmutables, y nos llega en las noches de primavera el aroma del tilo y de los jazmines.

Hoy hizo frío y la ducha apenas estaba caliente. Entre el vapor y el ruido del agua me contaron que ayer vino la policía y revisó todo. Alberto fue abriendo los candados con unas tenazas. En cada uno de los tres roperos del diputado encontraron urnas con cenizas. Nadie menciona a los italianos, pero me cuentan que la semana que viene habrá novedades.

(en memoria de Fernando Vilardebó: marathonista y amigo)

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