Camino descalza por la playa de Papanoa. A mi lado va él, mi padre, callado y pensativo, con la mirada perdida en la lejanía. Guapo, de porte altivo, cabello rizado y piel morena.

A mis trece años y a sus 47 nunca había estado a solas con él. Me pregunta con tono indiferente si me han gustado el mar y la playa. Se me agita el corazón, se me hace nudo la garganta y afirmo moviendo mi cabeza. ¡Qué extraña sensación!, han sido varios años de vivir, pero no convivir con él, su carácter serio, reservado y poco cariñoso me intimida.

La playa está hermosa, desierta y el ocaso se aproxima. El sol como un enorme plato anaranjado se va perdiendo en el horizonte, las olas vienen y van queriendo llevarse el manto de silencio que nos cubre. Juguetonas llegan a mis pies, me hacen brincar y los dos empezamos a reír. Poco a poco el hielo entre nosotros se va rompiendo. Llegamos a una enorme roca plagada de cangrejos, de esos grandes de ojos saltones y tenazas amenazantes. Me dan miedo y mi héroe me pone a salvo cargándome en su espalda. ¡Que felicidad tan grande, por fin siento su calor y el abrazo que por tantos años anhelé!

Caminamos sin cansarnos, como prolongando el momento. De pronto se agacha y me dice ¡mira hija lo que encontré para ti! Es un trozo de madera ligero, con recovecos y una forma extraña.

¿Para mí?.. ¡qué bonito!, ¡gracias! Me sentía emocionada y valorada, ¡mi papá me había regalado algo especial! y que formidable sábado había pasado a su lado.

Mi tía Alicia y mi amiga Lucila esperaban en la cabaña cerca de la playa.

De regreso al caer la tarde le mostré a Lucila mi hermoso regalo, ¿qué es? preguntó y yo orgullosa le dije…Una virgen de madera, me la dio mi papá, el mar la trajo y él la encontró para mí… ¡Siempre me cuidará!

A la mañana siguiente desperté feliz por vivir tan emocionante aventura. Mi papá con mirada cómplice dice: -vamos a echar el último chapuzón al mar y nos regresamos a México-. Nos toma de la mano y corremos hacia la playa, mi amiga y yo nos quedamos a la orilla jugando con la arena. Volteo y lo veo intrépido lanzarse al agua y alejarse hasta el punto donde el mar se funde con el infinito.

De pronto lo pierdo de vista, me agito, me inquieto, ansiosa lo busco. A lo lejos observo su cuerpo extrañamente inmóvil, sube y baja al ritmo de las olas para luego perderse entre la espuma. Voy tras él, pero con fuerza el agua me regresa. Así me enfrento, ¨cara a cara¨ con la muerte. El mar me lo arrebata y luego lo arroja a mis pies casi muerto.

¡Le dio un calambre!! grita la salvavidas de la playa, muévanle las manos y los pies, voltéenlo, hay que darle respiración ¡Hay que llevarlo al hospital! ¿Cuál hospital?… Si aquí no hay, alguien responde.

Corrí desesperada a todos y ningún lado en busca de ayuda. Lo suben en la parte trasera de un vehículo, voy con él, pongo su cabeza sobre mis piernas para que no se golpee, le hablo, lo acaricio, y de pronto abre sus ojos y me mira, nunca podré descifrar, si fue un atisbo de adiós o de dolor.

Murió dijeron en la clínica… Observo confundida como lo suben y lo sientan en la parte trasera del coche como si estuviera vivo. Aturdida escucho a mi tía que me ordena, ¡recoge tus cosas, súbete con él, nos vamos!

Yo lo miraba para ver si su pecho subía y bajaba; tal vez estaba vivo, ponía mi cabeza sobre él deseando escuchar su corazón. Llegamos a la plaza del pueblo, mi tía y un acompañante se bajan y se van, mi amiga y yo nos quedamos asustadas, sin saber qué hacer. Es domingo, pasan las horas, lo cuido, veo como su cara empieza a amoratarse, el agua se desliza por las comisuras de sus labios y yo lo seco. La gente curiosa me pregunta, – ¿niña qué le paso? -, respondo: -se ahogó-… Mueven la cabeza, se santiguan y siguen su camino, todo es irreal, parece un sueño o una pesadilla.

No lloro, mi querida amiga Lucila, adolescente como yo, me mira impotente, siempre a mi lado como un ángel. Sin ella yo hubiera perdido la razón.

Luego, la llegada y el llanto de mi madre y hermanos, la velación, el sepelio, el dolor guardado en el pecho, quemante como un pedazo de carbón al rojo vivo, las lágrimas contenidas que explotan cuando siento el abrazo de mi querido tío Rodolfo….

La gente comenta, – Que chica tan valiente, ¡mira que soportarlo todo sola! – Esa frase muchas veces repetida marcó mi vida, me prohibió el derecho de llorar mi pérdida y nadie supo de mis noches de pesadilla y espanto.

Después vino lo peor, la despiadada e irremediable ausencia. ¡Oh Dios! ¿Es así como me demuestras tu existencia? ¿Cambiándome la vida de mi padre por un trozo de madera? ¿Cómo es posible que quien no creía en ti haya puesto en mis manos el símbolo de tu madre antes de morir?

Muchos años lo odié por atreverse a morir en mis brazos, precisamente el día que por fin me demostraba su cariño. Enfurecida arrumbé aquel regalo que tan efímera felicidad me dio. Sin embargo, cuando necesitaba apoyo y consuelo lo sacaba secretamente, miraba su forma de virgen, sentía su suave textura con olor a mar y mis lágrimas caían sobre él. Entonces una gran paz me invadía permitiéndome continuar mi camino.

Al paso del tiempo el dolor y el coraje se han ido. A ella, a mi tía, le perdono por el inexplicable abandono. A mi padre, le agradezco por haberme dado el regalo más valioso y más preciado en el momento justo y al océano por haber esculpido ¡mi trozo de madera!

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