Es domingo. Un domingo triste y vacío de otoño. Mi hijo ha venido a ayudarme con ciertas labores del hogar que, debido a mi avanzada edad, ya no puedo realizar. Pienso que está arriba, quitando el polvo del desván. Entonces, lo veo entrar con algo en las manos ¿Qué será? Me pregunto. Acto seguido, extiende su brazo y me entrega una fotografía quemada.
-¿Quién es esa mujer?- pregunta.
En un instante, un torbellino se desata dentro de mí. Una mano cruel remueve el estanque de amargura que reposaba en algún recoveco de mi memoria. Los famélicos perros de la nostalgia han encontrado de nuevo mi rastro. Han pasado ya 30 años desde entonces. 40 o 50 quizás, no lo recuerdo bien. El caso es que puedo sentir el mismo calor que aquella vez; ese mismo humo inunda mis fosas nasales, y me veo poseído por la misma magnitud de aquella furia desmedida. Exactamente en el mismo lugar que me encuentro ahora, frente al mismo fuego, frente al mismo profundo crepitar…
Maldije mi fortuna y deseé con todas mis fuerzas no haberla conocido. Maldije el momento en el que me traicionó por última vez; el momento en el que no le pedí perdón; en el que no acepté sus disculpas; el momento en el que era libre al fin en aquella celda que se estrechaba por momentos. Todos aquellos recuerdos felices, todos aquellos baños de licores… no podía soportarlos. Necesitaba sentir su amor por última vez. Deambulaba por el salón, aturdido, arrojando todo tipo de objetos, desatado en mi ira, extraños o antiguos, que se interpusiesen en mi camino. El silencio me corroía por dentro. Un silencio atronador, plomizo… Todo me recordaba a ella. Veía un muro delante de mí, alrededor solo oscuridad.
En medio de aquella turbación una fotografía se deslizó por el aire para caer entre mis pies. Me agaché, y al darle la vuelta vi que se trataba de un retrato suyo. Lo arrojé al fuego lleno de rabia y, absorto, contemplé como ardía su sonrisa traicionera, su dulce, dulce sonrisa… Súbitamente, un espasmo desgarrador me impulsó a recogerla, como si las llamas que consumían la fotografía ardiesen en mis entrañas, y, privado de cualquier fuerza, caí al suelo, con el retrato muy cerca del pecho, desplomado, desolado, desconsolado, desfallecido, desarmado…
Ráfagas de aire manejaban el rumbo de mi barco naufragado. Eran solo pinceladas, como sus últimos cuadros…
Veladas ilusorias en tugurios charlando con amigos que no pertenecían a ninguna parte; baños estivales atravesando París a merced de la corriente; su melancólica voz al son de mi guitarra; primeros encuentros de vergüenza y recelo. Poco a poco, fuimos abriéndonos camino pensando que nuestro amor sería cada vez más fuerte. Sin embargo, después, todo se derrumbó. Y yo seguiría visitando la tumba de nuestro amor, a la orilla del Sena, durante bastante tiempo.
Vagábamos por las calles. Cualquier lugar aparte del mundo era nuestro destino, nuestro refugio. No necesitábamos nada. Simplemente éramos felices riéndonos de todo. Sin ninguna preocupación. Luego algo en su interior envejeció. Su corazón se congeló. Decidió vender todos sus cuadros y me tendió la mano, mas no pude agarrarla.
Escuchábamos música en el coche bajo las estrellas y nos tendíamos bajo cielos amplios lejos de las luces de la ciudad. Una nube de sueños. Noches incandescentes. Y al despertarme temprano en aquel frío desván, la veía en camisón, ensimismada frente a la ventana, con una taza humeante de café entre las manos. Pero, al final, tuve que alejarme de aquello y me exilié en mi soledad.
Ella llamó a mi caparazón, hecho de sombras y veneno. Ahora estaba indefenso, a la intemperie, bajo una lluvia de frío acero. La huella de una mano en la ventana húmeda. Un eco que proviene de todas partes. La sombra del reflejo de un fantasma sobre un río congelado. El susurro en Morse del pavimento, diciéndome continuamente lo mismo, me propina un garrotazo a cada compás. Ella camina con paso firme. El río se quiebra. Niebla debajo del puente. Viento que parpadea. La luna entre mis cortinas. Un hombre parecido a mí, se arroja en llamas al mar de gasolina. Ojos vendados a presión. El cráneo se agrieta. El alma se escurre como cera caliente. Botas de plomo. Un niño pidiendo auxilio desde lo más profundo de una cueva, rodeado de bestias deformes. Un parche de paja, sobre mi pecho abierto, por el que huye su grito. Es el último atardecer.
Súbitamente, noto una mano en mi muñeca. Retorno. La foto ha quedado completamente arrugada entre mis rígidos dedos. Tiemblo. He perdido la noción del tiempo. Hacía mucho que no me sentía tan vivo. Me doy cuenta de que mi hijo me mira y recuerdo la pregunta.
-Una historia inacabada. – le respondo- Nada más.
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