-Anoche volví a soñar contigo, mi niña- Musitó Pastora a Blanca, que estaba tumbada junto a ella.
Ahora siento frío. La humedad me corroe el espinazo. Mis ojos están huecos. Mis pulmones son ya virutas y no puedo respirar.
-No me lo tengas en cuenta, hija- Se disculpó.
-Soñar es lo único que me queda- Dijo Pastora.
En mi sueño te vi de niña. Éramos felices. Te bañaba una luz anaranjada que entraba por el balcón. Tu silueta de color blanco se dibujaba al contraluz como un aura. Parecías un ángel. Estabas sentada en tu butaca preferida, mientras te pintaba las uñas de los pies color rosa pálido. Como hacía siempre, iba colocando algodoncitos entre tus dedos diminutos haciéndote cosquillas sin querer. Tus carcajadas entrecortadas arrobaban mis sentidos.
Te teñía pacientemente los cabellos con manzanilla, consiguiendo que resplandeciera como el oro bruñido. Los recogía luego con una cinta de seda celeste. Pensaba que esa felicidad nunca acabaría. Tenías catorce años. Tus preciosos ojos claros me miraban con dulzura y calidez. Ese calor que luego necesité tanto, cuando en mi soledad se me enfrió el alma y que ahora ya no puedes darme.
Eras una niña preciosa, prudente y buena. Irradiabas una luz clara.
Recuerdo que para Navidad las monjas os pedían a las niñas que vendierais números de lotería en beneficio de los pobres. Secretamente me adelantaba. Para que no te abochornaras, ni tuvieras frustraciones innecesarias, daba el dinero a los vecinos para que te trataran con cariño y no sufrieras desaires inmerecidos.
Puede que sí, que te protegiera demasiado. Fui demasiado blanda, me dejé llevar y no te di armas para defenderte. Pero no podía hacer otra cosa. Eras toda mi vida.
Caminabas detrás mío por toda la casa con tus pasitos quedos, tu olor a mandarina y tu mirada transparente.
-Mami, ¿Quién es la niña de tus ojos?- Me repetías como si se tratara de un juego.
-Tú, mi cielo. Tú- Yo respondía una y otra vez, embriagada de felicidad.
Luego mi sueño se arruinó. Dio un salto mortal como suele pasar en los sueños y se arruinó.
Te continuaba mirando a los ojos pero ahora eran opacos, tu pelo sucio, tu cuerpo cubierto con andrajos, desbaratado sobre las losas de la calle mendigando a los transeúntes como una gitana. En tu regazo, dos niños lagañosos, despeinados y llenos de mugre. Gitanos como lo era el canalla de tu hombre, que te robó de mi lado, te destetó bruscamente, te partió por la mitad y te succionó la voluntad como una sabandija asquerosa y destructiva.
Una gitana negra como un cuervo vino a verme y me amenazó. Me dijo que te mataría si permitía que te fueses con su marido. Pero yo, ¿Qué podía hacer? Te rogué, te supliqué, me arrastré bajo tus pies. Para entonces mi carne era transparente. Como una yonki tus ojos vacíos solo tenían el destino de obedecer a aquel malnacido.
Te recogí de nuevo de la acera. Esta vez con tus hijos piojosos. Os lavé, os vestí y os alimenté. Te volví a teñir el pelo, a pintar las uñas, pero ya no me veías, ya no me seguías por nuestra casa, tu olor no era dulce, tu mirada seguía siendo turbia. Tu mente estaba dominada por Mateo.
-¡Maldito sea mil veces el hijo de puta del gitano que te arruinó la vida!- Gritó Pastora, rasgando la oscuridad del alba callada.
Una mañana me desperté. El silencio había tomado la casa. Te fuiste sin despedida. Solo te dio tiempo de robarme, de robarte a ti misma, el dinero y las joyas que guardaba para ti. Esta vez no pude más y fui a buscarte. No me importaba lo que pudiera suceder. Fui en tu busca a los arrabales de la ciudad. No fue difícil sacarle tu paradero a la gitana negra, que como un avechucho salió a mi paso, revoloteando con su siniestro mandil. Te encontré inmóvil como una zombie dentro de una chabola vomitiva, rodeada de despojos, donde el olor a orines impedía respirar. Apoltronada sobre la osamenta de un sofá, tus retoños subían y bajaban por tu cuerpo machaconamente, pisoteándote con inquina. Unos hijos indignos de ti. Tu mirada opaca continuaba anclada en la tirania del gitano que estaba frente a ti, fumando. Me fui hacia él y lo abofeteé. Me tiré a sus ojos para vaciárselos con mis uñas. Lo impidió estrujándome firmemente el antebrazo. Con un solo gesto me lo retorció como una cepa. Impasible, con el pulgar de la otra mano desplegó su navaja y la hundió violentamente en mi vientre. Sentí la sangre brotando de mis entrañas como si rompiera aguas por segunda vez. El cuervo, que me había seguido, también me apuñalaba con su mirada salvaje que incendiaba su expresión enjuta. Como si se tratara de una coreografía macabra, se abalanzó sobre ti, te retorció el brazo y te degolló como a un cordero. Los niños concluyeron su incesante periplo y dejaron de gimotear en alevosa connivencia con su estirpe. La pestilencia cesó. El olor dulzón de la sangre todo lo invadió.
-¡Calla mamá!. Tengo frío y quiero descansar en paz- Le rogó Blanca con hastío.
FIN
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