El tío Juan tenía las manos pequeñas y la cabeza grande, como una marioneta. Le gustaba tocarme. Bueno, nos tocaba a todos, incluso a mi padre. Él era el único que le decía que no lo manoseara. Todos notábamos en su cara cómo llegaba la tormenta…al explotar le gritaba «¿quieres dejar de tocarme de una puta vez?», y se producía un silencio helado, como un lunes de madrugada. Pero él era de tocar, como un ciego enamorado. Y de salpicar con sus palabras cuando se emocionaba, como un perro que se mea de contento. Y a mí me daba mucho asco.

El tío Juan hablaba deprisa y gesticulaba mucho, buscando siempre la aprobación a sus palabras, aunque en el fondo no le importaba. Él tenía sus convicciones y sobre ellas había construido su vida, y volaba un par de metros por encima de las opiniones de los demás, y aunque parecía que le importábamos no era cierto. Éramos solo la excusa a sus acciones.

Su mujer, mi tía Marta, era lista, abnegada y servil, como una zorra venida a cordero. Ella sabía que la generosidad era una forma ejercer el poder. Vivía en cualquier rincón oscuro que tuviera buenas vistas para poder mover los hilos de todas las marionetas. La tía Marta amaba hasta derretir, pero el amor le duraba poco: básicamente una temporada. En ese tiempo era capaz de admirar, desear, amar, copiar, absorber o engullir, y desestimar; como quien chupa con vehemencia la cabeza de una gamba. Era un proceso vital que ensalzaba y mataba, como el polvo de una mantis. Era capaz de tejer una invisible y confortable tela de araña y convertirla en un hermoso capullo de seda para dos gusanos gemelos. Desgraciadamente de ese proceso solo salía vivo uno: la tía Marta. Y a mí me daba mucho asco…

Mi primo Jaime tenía la cara de mi tío y esa forma suya de andar tan peculiar, moviendo su cuadrada cabeza como el péndulo de un reloj de pared. Pero mi primo era gato, no como mi tío, que era un schnauzer enano y lamedor. Siempre teníamos que andar buscándolo por los tejados. Él necesitaba pasear cornisas y esconderse en las buhardillas. Desde allí nos estudiaba. En eso había salido a la tía Marta. Todavía no manejaba ningún hilo, pero yo sabía que algún día los movería todos, porque nos observaba como un búho mira a los ratones durante horas, en silencio, mientras decide quién será su próxima cena. Era brillante en los estudios, pero era incapaz de relacionarse con nadie. Excepto conmigo. Era inseguro, y por eso siempre estaba inmóvil, para no equivocarse. Aprendió a copiar antes que a andar, porque era una forma de no arriesgar. Solía imitarme en todo, y a mí me daba miedo pensar que acabaría engulléndome una vez absorbiera mi esencia, como hacía tía Marta.

Cuando Ana apareció en nuestras vidas trastocándolo todo intuí que no era un buen presagio.

Ana tenía las piernas largas y los pantalones cortos. Los ojos negros y la piel blanca. El pelo fino y unas cejas gruesas que enmarcaban sus oscuros ojos saltones. Y era tan fría que nos calentaba a todos desde su estudiada indiferencia. También a Jaime, que la seguía siempre con la mirada acechándola desde sus múltiples escondites. Ana pisaba fuerte sin tocar el suelo, y parecía que el mundo le era ajeno mientras levitaba, pero nos removía a todos constantemente por dentro. Ana se fue metiendo en nuestras vidas como una estación, irremediable. Cuando nos quisimos dar cuenta nuestra nueva vecina se había convertido en imprescindible.

A Ana le gustaba impregnarse de los olores de la cocina de tía Marta, y a tía Marta le gustaba impregnarse de Ana. Era una relación simbiótica y las dos absorbían.

Jaime las observaba por la ventana cada tarde y su deseo iba creciendo caliente como las masas que horneaban. Uno desea lo que ve y él no veía otra cosa. Ana lo sabía. Tía Marta también, y cuchicheaba con Ana sobre lo inteligente y apuesto que era su hijo. Pero Ana tenía otros planes y eso no gustó a tía Marta. Ana veía a Jaime como un ser extraño e insociable y pronto cortó las expectativas de tía Marta, y eso despertó al gusano, que quiso salir del capullo.

Pronto Ana se mudó con el disfraz que le cosió tía Marta. Un disfraz de persona despiadada, una sociópata.

Tía Marta estaba triste y cabizbaja todo el día y cuando le preguntaban contestaba que no le pasaba nada. Ya no se relacionaba tanto con Ana, pero seguían cocinando juntas. Cuando tío Juan le preguntaba se limitaba a soltar alguna lagrimita y a decir que sentía que Ana le había hablado un poco mal, pero que serían imaginaciones suyas, que Ana no era mala persona, únicamente no se daba cuenta de cómo decía las cosas. Y así durante semanas, cada vez más llanto y cada vez más tristeza. Ana pasó a convertirse en una psicópata a los ojos de la familia en una transformación provocada por el dedo de tía Marta. Todos se fueron apartando de ella, excepto Jaime.

La personalidad de Jaime, esquiva, cerrada, huidiza, fue el nido perfecto donde acunar los delirios de tía Marta. Jaime empezó a transformar el amor en odio hacia donde señalaba tía Marta. Una tarde siguió a Ana hasta el callejón detrás de la casa. La abordó con saña, hiriéndola con palabras, maldiciéndola. La empujó y la golpeó, Ana cayó llorando al suelo del callejón y él se abalanzó sobre ella. Jaime no sabía de sentimientos y allí, en el suelo, sobre Ana, el dolor, el deseo, el rencor y el amor se mezclaron en una marmita con demasiado fuego.

– Jaime no pudo superarlo, y se suicidó. Tía Marta se fue apagando con los vientos del remordimiento. Ana se marchó. El resto de la historia la conoces mejor tú, y espero que me cuentes qué fue de tu madre y cómo pudo sobrevivir al recuerdo.

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