El suave tintineo del metal golpeando la madera, la fragancia de las flores envueltas con una cinta de despedida, la letanía de palabras repetidas hasta la infinidad.

Extraño rito del adiós.

Te acercas tambaleante, lágrimas se derraman incontroladas sobre tu rostro, apenas consigues pronunciar tus palabras. Mi piel se eriza, mis ojos se empañan, un nudo en mi garganta no me permite respirar.

Delicadamente depositas unas azucenas blancas entre mis manos, van dirigidos a una persona muy amada.

Extraño lugar que evoca vidas pasadas, momentos de felicidad ya casi olvidados. Eres el testamento de lo que el tiempo borra.

Familiares ausentes se acercan a saludarte, ávidos de que tu mente no los olvide. Ese es su único consuelo, que seas tu el que relate que algún día existieron.

«Nunca nos marchamos del todo si alguien nos recuerda”

Llego a casa, enloquecido corro hacia el desván a la búsqueda de aquel viejo álbum familiar. Con delicadeza lo abro, ante mí desfilan página a página fotos amarillentas, manchadas de moho y polvo. Algunas están incluso rotas.

Una sonrisa se dibuja en mi cara. Allí estaba ella, tal y como la recordaba, temí haberla olvidado.

— Perdona, hace tiempo que no te visitaba. Hoy me dieron recuerdos para ti, te he traído unas azucenas blancas de su parte.

Extraños efectos crean las sombras sobre el papel fotográfico. Pues, ¿no me pareció que sonreía?

Durante un buen rato sigo observando aquella pequeña fotografía en blanco y negro.

La abuela vestida de negro, tiene el pelo blanco recogido en un moño alto, me mira ausente.

Fue la última fotografía que le hicieron. Pocos meses después se marchó.

Despacio cierro el álbum y sobre él deposito las azucenas.

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