Un coscorrón de mi madre hizo que mis gafas rosas de pasta se cayeran al suelo, sacándome así de la ensoñación en la que me imaginaba jugando con mi Nancy nueva “¡qué estarás tramando! ¿No te he dicho que no peques?” Debía de llevar sentada frente al televisor apagado del salón más de una hora. Mi madre me había confesado esa misma tarde, mientras planchaba su falda azul marino de los domingos. Decía que era necesario estar en paz con Dios para recibir la comunión al día siguiente “¿Te arrepientes de todos los pecados?” “Sí” “¡confesada! Y ahora no peques” a mí me daba miedo hacer algo que fuera pecado y no poder hacerla, y como tampoco tenía demasiado claro que era eso de pecar, me limite a quedarme sentada, muy quieta, en el taburete de papá, frente al televisor apagado. Tenía once años. “Y si tu abuela te pregunta algo, le dices que ya estas confesada y que eso es un secreto con Dios”
Cuando mi madre, al día siguiente, me subió al taburete que había evitado mis pecados y me plantó su falda azul marino que me llegaba por debajo de las rodillas; se dio cuenta que necesitaría un buen puñado de imperdibles para que no se me cayera, me los fue poniendo concienzudamente mientras escupía palabras, y finalmente abrió de un tijeretazo más la costura de la parte de atrás de la falda para que pudiera mover las piernas al andar, camisa blanca con hombreras y cuello alto y los calcetines negros del uniforme del colegio.
Mi abuela, venida desde Cáceres justo el día anterior, con su perro pastor y el abuelo, pensó que en el País Vasco debía ser tradición hacerla así vestida, la única en recibir el cuerpo de Cristo ese domingo fui yo así que no tuvo con quién comparar; el resto de mis compañeros del colegio hacía lo menos dos años que la habían hecho.
Nos sentamos en el segundo banco de la iglesia: mi abuela, mi madre, mi padre y yo; mis dos hermanos se quedaron fuera jugando con unos coches que les había traído el abuelo, él también se quedó fuera, dijo que no le interesaban esas pamplinas de mea pilas. El perro por supuesto se tumbó bajo el banco de la iglesia junto a los pies de mi abuela, el cura al principio se negó pero cuando a mi abuela habló con él con ese gesto tan suyo, entrecerrando los ojos, reconsideró su postura. Recuerdo que yo me senté entre mi abuela y mi madre y que me pase una buena parte del tiempo abriendo mucho la boca, todo lo que podía, eran las pruebas para el gran momento, mi abuela junto a mí se limpiaba la frente y el cuello con un pañuelo claro y mascullaba entre ceceos que no estaba acostumbrada a ese tiempo, que la humedad era sofocante.
El cura dio la misa de los domingos en vasco pero cuando termino de repartir la eucaristía dijo “mesedez, itzali argia” que significa “por favor, apaga la luz” refiriéndose a la luz que había encendido el monaguillo del sagrario, mi abuela, atenta a cada palabras que decía el cura, entendió “Mercedes, a ti la gracia” y lloró de pura emoción, mientras repetía hiposa “Te ha bendecido, Mercedes”.
Yo también deje caer lágrimas. Mi abuela pensó que lloraba por la gracia de Dios y me llenaba la cara de besos húmedos aprovechando el momento de la paz y me manchaba la cara de carmín, después con su pañuelo ya no tan claro me limpiaba las marcas con el pecho hinchado de orgullo y me empañaba las gafas, emborronando mi visión llenando la iglesia del halo de gloria del que hablaba el señor cura. Y sí, mis lágrimas eran por pura imposición divina. Mi abuela me había hecho rezar con ella la noche anterior y tras el rezo me había dicho que cuando me dieran la hostia tenía que abrir mucho la boca y que ni se me ocurriese tocarla con los dientes, porque era el cuerpo de Dios, y claro, trate de que los dientes no tocasen aquel trocito de pan, para que el acto valiese y mi abuela no medejase sin mi Nancy prometida. Tras meterme la hostia en la boca el cura, y como no podía ser de otra manera, está se me pego en el cielo del paladar y pormás que le daba con la lengua no se despegaba. Ahí, frente a la mirada inquisidora del cristo borroso, fue cuando se soltaron todas las lágrimas.
Mi abuela, una vez que vio a su nieta mayor recibir el santo sacramento volvió tranquila a su pueblo en las Hurdes con su perro y el abuelo. Antes de irse me prometió que me enviaría a mí la Nancy y a mi madre el dinero de mi ropa de primera comunión.
No obstante dejó para compensar una muñeca a la que se le desencajaba la cabeza si no estaba en perfecta verticalidad y que mis hermanos, listos como linces, aprovechaban esos momentos en que se caía para darle patadas cuan pelota de futbol.
Treinta años después aun espero la Nancy.
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