Fue dificil.
Muy dificil apechugar tanta cosa no vivida , tanta realidad no aprendida, tanto dolor encerrado en un alma y un cuerpo tan chiquitos.
Leonel dejò la casa paterna a los catorce años. No por decisiòn propia, sino por la del padre.
Ese tirano que vivìa con èl y con el resto de su familia, pero que a èl por ser el hijo mayor lo tenìa entre ceja y ceja todos los dìas.
Se esforzò mucho por recordar gesto amable, una sonrisa, pero jamàs encontrò nada en el canasto de su mente.
El malo se le aparecìa todas las noches en sueños, todas, sin faltar ni a una.
El sueño venìa muy tarde a quedarse junto a su lecho improvisado en un vagòn de tren.
Sus compañeros de ruta fueron un perro con sarna que le lamìa los pies mientras con un ojo abierto y otro cerrado intentaba dormir, temiendo a los vagabundos que merodeaban la estaciòn.
La madre rogaba por èl , para que se le permitiera volver a casa, pero sus ruegos no eran atendidos, sino que cada vez que lo hacìa se encontraba con mentiras nuevas mezcladas con mentiras viejas, acusaciones chuecas que no entendìa.
– Es sòlo un muchacho- le decìa al hombre que se iba poniendo rojo desde la barriga hasta la frente, que sudaba a mares y le latìan las venas de las sienes grasientas mientras la miraba como para matarla y no decìa ni una palabra.
Nada podrìa haberlo hecho cambiar de opiniòn.
En la soledad de sus dìas, el niño deambulaba buscando comida y un lugar amable donde reposar.
Una tarde helada mientras caminaba por las vìas del tren, encontrò una vieja billetera.
Se sentò a un costado para ver que contenìa y encontrò una tarjeta personal, una cèdula de identidad y la foto de un joven con rasgos muy toscos, claro , èsto no llamò su atenciòn , pues para èl todas las personas eran iguales, bueno casi todas.
El malo le habìa dicho siempre que nadie servìa para nada, que la gente era una porquerìa, empezando por su madre, siguiendo por sus abuelos y asì sucesivamente hasta abarcar a toda la parentela, conocidos, desconocidos, etc.
El niño lo miraba espantado cuando hablaba èstas cosas, pues creìa que las personas màs buenas del mundo eran su madre y sus hermanos.
-¡ Son unos inservibles!- gritaba para todo el que lo quisiera oir. Y vaya si lo oìan.
No habìa una sola persona en el barrio que no se asustara con sus gritos , sus insultos, sus maltratos.
Pero nunca nadie hizo nada.
Allì cada quien en su casa, «cada chancho en su chiquero» decìan las viejas.
Si alguien tiene problemas que lo resuelva sòlo. Si a alguna el marido le pega «por algo serà, algo habrà hecho», si a los hijos o hermanos se les maltrata «no pasa nada, deben hacerse hombres», si algùn niño dice que fulano lo lastimò o lo manoseò seguramente es mentira y ese niño sòlo busca llamar la atenciòn y por supuesto hay que echarlo de la casa o darle garrote para que aprenda.
El caso de Leonel era todos los casos.
Sòlo que no fuè hasta cuando buscò por cielo y tierra al dueño de la billetera y lo hallara, que conociò el abuso , otra forma de abuso de la que no sabìa, porque el malo podrìa ser lo que fuera pero tocar a sus hijos varones nunca, para eso estàn las niñas, para darle un besito a papà, o dejarlo sentir la tibieza de sus piernas vìrgenes.
Cuando tocò en la enorme puerta de madera para devolver las cosas, le abriò una mujer con cara de buena y un delantal manchado de grasa.
Le preguntò a quien buscaba y el le entregò la billetera confiadamente.
– ¡Ahhhhhh muchacho, que buena noticia, el padre Antonio lleva meses buscàndola!, pero pasà , pasà muchacho y te sirvo de comer.
Al entrar a la casa parroquial el niño quedò fascinado con la pulcritud y el orden que habìa en el lugar.
Todo olìa a incienso y panes recièn hechos.
Se diò cuenta entonces que llevaba dìas sin probar bocado. Por eso cuando la buena mujer le acercò un tazòn de peltre con leche caliente, azùcar y un trozo de pan, le supo a gloria, a pan de àngeles, a hogar perdido.
No se tuvo que esforzar demasiado para que el viejo cura lo invitara a quedarse a vivir allì.
Por fin cambiarìa su suerte.
Ya no serìa màs un mal niño, un ignorante, pues seguramente aprenderìa muchas cosas, sobre todo a servir el vino de consagrar para las misas, algo que siempre habìa querido saber, pues el malo decìa que el vino era su mejor amigo, lo mejor que habìa, que siempre serìa su compañero.
Asì que sin pensarlo siquiera se quedò a vivir como asistente del padre.
Asì fuè còmo Leonel tuvo por primera vez en mucho tiempo, una cama tibia, abrigada y segura.
Que tenìa que dejarse querer como le decìa el cura era sòlo un detalle, no se puede todo en la vida pensaba, despuès de todo si el sacerdote hacìa esas cosas tan cochinas seguro no eran tan graves, si el padre Alfonso lo hace serà que està bien.
Se quedò un año tomando leche caliente con pan casero.
Algunas veces se les escapaban las làgrimas y los mocos porque no le cerraba eso que se le decìa, que debìa ser cariñoso y agradecido.
Se sentìa sucio por màs que la casa oliera a limpio y las sàbanas se secaran al sol del mediodìa.
Asì que una noche tomò el cuchillo del pan y abriò en pètalos rojos la carne flaca de sus pequeñas muñecas, e iba observando el lìquido vizcoso con fascinaciòn, mientras los ojos vacìos se iban cerrando.
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