Llegué pronto, como me suele pasar, y hecho un manojo de nervios. Aquella llamada que siempre imaginé en mi cabeza se me antojó inesperada. Y ahí estaba yo, subiendo las escaleras del Tanatorio de la M-30. Al entrar al vestíbulo, un niño asiático con una flor roja en la mano se me cruzó gritando y, haciendo una mueca, desapareció detrás de las puertas automáticas de la entrada. Me di la vuelta para ver como se alejaba.
No era el típico niño chino de piel blanquecina. Más bien su tez era cetrina, como dorada por el sol, y sus ojos eran más abiertos de lo que se esperaría en un asiático. Eso
me hizo acordarme de Vietnam. Nunca he estado allí pero lo conozco bien. Arrastrando los pasos hasta la sala 11 y con el corazón en un puño por mi personalidad tipo A, me
dispuse a encontrarme de nuevo con el pasado. A través de la ventana del velatorio él no parecía ni la sombra de lo que fue. Se
agolpaba gente desconocida dentro de aquella sala fría en la que la decoración con gusto brillaba por su ausencia. La misma falta de gusto que siempre tuviste tú, papá.
Con veintipocos años te sonreía la vida. En los ochenta, formar parte de un banco en expansión puso a tu alcance un estilo de vida al que pocos podían acceder. El dinero
fluía en casa, y ese fue en su momento tu encumbramiento y al final de tu vida tu perdición. De puertas afuera parecíamos una familia envidiable. Mama y tú erais
jóvenes, con dinero y dos hijos. Pero para ti ella no era la mujer perfecta y mi hermana y yo no éramos los hijos perfectos. Solo el dinero era de tu agrado. Y la vida hace que lo que en un momento es joven y está en su plenitud se empiece a corromper desde dentro.
No supiste dejar tu trabajo porque eras esclavo de ese dinero. Poco a poco perdiste la cordura. El acoso laboral que sufriste en los últimos años y el despido masivo de
empleados, unidos a dos infartos cerebrales y un divorcio a la francesa, te terminaron de matar en vida. La última vez que te vi, antes de hoy, fue hace cuatro años. Eras una caricatura de ser humano. Carne de redes sociales. Depredador de mujeres veinte o
treinta años más jóvenes que tú. Misógino con carné oficial de misógino. Paranoico sin perseguidores. Un ejemplo, vaya. Y mi hermana, mi madre y yo ahí, en el velatorio.
Éramos los menos indicados para representarte en una sala llena de desconocidos. Desconocidos que solo pasaron un rato de su vida contigo y con tu enfermedad mental. Pudiste ser mejor padre. Lo tenías al alcance de la mano pero nunca quisiste cambiar. Nunca quisiste que nadie te ayudara a entender lo vulnerable que eras a esta sociedad. Nunca quisiste estar acompañado a pesar de que llorabas por sentirte solo. Y entonces
decidiste poner tierra de por medio. Medio mundo. Pero parecía que solo ellos te entendían. Infinitas veces me hablabas de Vietnam y de su gente. Ellos no entendían tu
prepotencia, tu desagradable sentido del humor y, en definitiva, tu falta de autoestima. Pude verme reflejado en la ventana del velatorio de la sala 11. El cristal casi empañado por mi respiración. Hubo cosas buenas, papá. Debajo de esa coraza de inseguridad había una persona indefensa, que nunca supo luchar contra sí
mismo. Recuerdo cuando lloramos los dos juntos al volver de Bielorrusia en el primer viaje que hice para ver a mi mujer después de seis meses de novios sin vernos. Tú me acompañaste. Nunca lo olvidaré. Recuerdo cuando me enseñaste a montar en moto. Y
recuerdo cuando jugabas conmigo de pequeño, hasta que dejé de resultarte gracioso. De hecho, entonces empecé a desarrollar una cualidad que a veces es una losa: intentar a toda costa ser agradable y caer bien a la gente. Todo esto me pasaba por la mente mientras el niño asiático con la flor roja se asomaba a la ventana conmigo. Estaba tranquilo mirándote, como el que ve algo que no entiende. Seguramente los dos habíamos tenido la suerte de disfrutar de tus atenciones mientras éramos lo suficientemente pequeños. Incluso creo que él tuvo más suerte que yo.

Aún guardo en casa uno de los cuadros que pintaste cuando te dio el primer infarto cerebral. Es un cuadro de una de las plazas de Minsk, que los compatriotas de mi

mujer conocen como la Plaza de la Victoria. En ella hay una llama permanentemente encendida. El fuego eterno. Es lo único que guardo de ti. Me enseñaste, como buen profesor de pintura que fuiste, la vida de grandes pintores. Siempre me fascinó la vida de Van Gogh. Murió solo, como tú. Tengo que reconocer que después de estos años a tu lado la vida de Van Gogh no resulta tanfascinante. Adiós, papá. Descansa, ahora sí, en paz.

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