Hacía tiempo que Jaime no lograba descansar por las noches. Esas pesadillas que tanta angustia le causaban no remitían ni por un instante. Siempre empezaba de la misma forma: sudores fríos, espasmos que iban de menos a más y pulsaciones que se disparaban vertiginosamente.

La escena era un bucle infinito del que parecía no tener escapatoria: Él, perdido en un lugar impenetrable, sombrío, del que emanaba el sonido de unos pasos. Las pisadas se hacían cada vez más y más perceptibles pero justo cuando lograba darse la vuelta, la persona desaparecía y nunca llegaba a verle la cara. Es entonces cuando resonaba aquella frase: «Adiós, hijo».

Jaime jamás conoció a su familia. Ni biológica, ni adoptiva, porque nunca la tuvo. Pasó de orfanato en orfanato y veía como muchos bebés eran adoptados mientras él, que ya era un «niño mayor» quedaba olvidado.

Así, desarrolló cierta antipatía por el mundo y jamás perdonó que le dejasen tirado en aquel antro de la infelicidad.

Con los años, logró deshacerse de aquellos recuerdos con los que tanto había sufrido. Pero su mente no tenía los mismos planes. Ni las pastillas, ni la música relajante, consiguieron apaciguar esa terrorífica secuencia que, con puntualidad de reloj, se repetía desde hacía años.

– Tus pesadillas representan tu frustración, Jaime. Porque en el fondo, no te has despedido de ellos. Todavía eres ese niño que espera que vengan a buscarte. Debes decir adiós, para siempre.

– ¿Y qué me recomiendas, Laura? He hecho todo lo que un ser humano puede hacer. Salí de ese hospicio y prometí que jamás volvería.

– Nunca vas a pasar página si no te enfrentas a la verdad. A tu verdad. Si tanto daño te hace, búscales.

Y sabía que tenía razón. Que esa era su fortuna, el precio a pagar a cambio del sosiego del alma.

Al principio, todo fue localizar pistas. Lo que fuera que le permitiese abrir una vía a investigar. Lo cierto es que no recordaba absolutamente nada de ellos, más allá de lo poco que le habían contado: Que le dejaron en la puerta con una nota a mano a modo de advertencia que versaba: «Se llama Jaime. Como su padre».

«Como su padre». Esas tres palabras le perseguían desde hacía décadas. Tal vez lo hicieran por compasión, como un último gesto de amor, se repetía. O tal vez solo fuera una broma macabra lejos de tener un atisbo de gracia.

El primer sitio al que decidió acudir fue el orfanato. En vano, porque no le dieron más información de la que ya tenía. Aseguraron que desconocían los datos sobre su familia y le desearon suerte.

Sin embargo, a la salida, oyó un susurro que le hizo desviar su atención:

– Tsss, oye, ven aquí. Estuve presente el día que llegaste. Tú no me recordarás, eras un bebé, claro. El caso es que mienten. No puedo decirte más. Sigue buscando.

Y del mismo modo que aquella extraña sombra vino, desapareció.

Aquello no pasó desapercibido y decidió que esa misma noche se colaría de nuevo para encontrar lo que fuese que escondieran allí. De todos modos, el descanso para él no existía desde hacía mucho.

Eran las doce. Las luces estaban apagadas y el único ruido audible era el de su respiración junto al de las hojas de los árboles moviéndose al ritmo del viento.

Forzó la cerradura de la puerta trasera y, con disimulo, entró por el pasillo. El sitio era tal y como lo recordaba, igual de poco acogedor, idénticamente horrible. Miles de recuerdos infelices resquebrajaron su cabeza. Pero eso no le distrajo de su misión principal: descubrir la verdad sobre su familia.

Subió las gastadas escaleras de madera que crujían levemente tras sus pies, y entró al que era el despacho principal. Allí unas estanterías, que parecían estar apunto de desplomarse, almacenaban numerosos ficheros de todos los niños que alguna vez pasaron por allí. Jaime indagó entre los que habían llegado allí en el 1996, año en el que había nacido. A continuación, prosiguió buscando entre los niños de género masculino, y luego por orden alfabético, aquellos nombres que comenzaban por jota.

«Javier, Jacinto… aquí estoy, Jaime Acosta». Acosta. Era la primera vez que sabía de aquel apellido. No pudo evitar derramar una lágrima, pero la emoción le duró poco. La ajada estantería había terminado por derrumbarse, y era cuestión de tiempo que le pillasen ‘in fraganti’.

Cogió el dossier que contenía toda la información sobre su vida, y huyó tan rápido como pudo, sin mirar atrás. El corazón esta vez bombardeaba mucho más rápido que en sus pesadillas.

Tras llegar a casa su primer pensamiento fue para Laura, su terapeuta, con la que mantenía una estrecha amistad. Marcó su número y no dudó en llamarla.

– Tienes que venir, es urgente.

– Estás loco, Jaime. Te pedí que buscaras a tus padres, no que cometieras un delito. No hagas nada, voy para allá.

Así, decidieron abrir aquella carpeta juntos. En el interior, hallaron un sobre con una carta en la que se apreciaba la misma letra sobria que en la nota que portaba cuando fue abandonado.

«Para Jaime, mi hijo,

Si estás leyendo esto, es que has sido lo suficientemente valiente para descubrir la verdad. No les culpes, les imploré que jamás te contaran nada. Naciste con un hermano gemelo, Andrés. Murió en un accidente, pocos días después de nacer. Desde entonces, tu madre quedó sumida en una depresión que le llevó a odiarte. Pensaba que si tu hermano no vivía, tú tampoco tenías derecho a hacerlo. Intentó hacerte daño en varias ocasiones y tuve que protegerte, para salvarte de una muerte asegurada. Espero que algún día sepas perdonarme.

Quien te quiere, tu padre. Te seguiré en mis sueños».

Entendió entonces la crueldad de su sino, pero le fue suficiente con saber que alguna vez fue querido.

Esa noche Jaime durmió tranquilo, y pudo verle la cara a su padre, en sueños. Sintió un sosiego infinito. Había encontrado la paz.

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