Conservaba las llaves de la casa paterna. Subió, por última vez, los plomizos escalones y pulsó el timbre con mano temblorosa. Un reconocible sonido adolescente hizo resbalar una lágrima reclusa durante veinte años de ausencia.

– Tu padre no quiere verte.
– Por favor…
– Apenas le quedan fuerzas. Véte.
– Madre…

Durante un silencio gélido, cruza los brazos sobre sus ancianos pechos. Callada y cruel, apuñala su rencor en los suplicantes ojos de su hijo. Un lamento de guadaña recorre la casa. La esposa se quiebra en pedazos y José abraza su cuerpo materno, enjuto y derrotado.

El viejo, sobre la cama, donde tantas noches José acurrucaba su cuerpo cuando niño, reposaba su cabeza sobre el pecho y escuchaba mil historias que apaciguaban su espíritu inquieto y revoltoso para rendirse entre los recios brazos de su padre a los irresistibles encantos de Morfeo. Se sienta y acaricia suavemente el áspero dorso de su mano. Entorna lentamente los ojos el anciano, como si un ángel, a su lado, le hubiera despertado meciendo su cuerpo en acompasadas olas de ternura. Al reconocerle, una sonrisa inocente, agradecida, se dibuja en su rostro pueril y mortecino como si todos los años de ausencia hubieran desaparecido durante el tiempo en que se tocan sus manos y la reconciliación no tuviera pasado, sólo un instante, un presente breve y desahuciado. En José no cabe la tristeza, sino un olor a colonia de hierbas que todo lo llena de infancia, el único retorno. Extrae de su bolsillo un antiguo reloj de cuerda sisado al viejo la noche antes de su rebelde huida.

– Mira, padre.
– A buenas horas, hijo. Mi corazón se para.
– Perdóname, padre.
– Llévalo contigo. Y recuerda, nunca es tarde para volver.

Reposa dócilmente su cabeza y escucha un profundo contratiempo de latidos entre el de su padre y el suyo. Una caricia antigua, sin olvido, se posa entre los infantiles rizos de su pelo. Todo se hace vulnerable, el pecho recio y el espíritu inquieto. Ahora es José quien cuenta historias… Todo es un compás de silencio santo. De silencio.

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