El día de su décimo cumpleaños, Paloma, más pálida de lo habitual, cogió aire e interrumpió los sonoros ruidos de masticación de su familia para anunciar:

– Cuando sea mayor, me voy a ir del pueblo y voy a ser una gran escritora.

La frase quedó flotando en el ambiente, por encima del olor a pastel de melocotón y de trabajo en el campo. Era la primera vez que Paloma se atrevía a hablar sin pedir permiso. La determinación que salió del menudo cuerpo de la niña confundió a su familia, acostumbrada a una vida cimentada en rutinas y convencionalismos centenarios.

– Lo único que vas a escribir tú es la lista de la compra.

Las bocas grandes y de dientes irregulares de sus tres hermanos mayores y de su padre estallaron en carcajadas. Paloma, incapaz de dar una respuesta que de todas maneras iba a pasar inadvertida, miró con ira sus rostros barbudos y tostados por jornadas de doce horas labrando la tierra a pleno sol. Corrió a su habitación y con un odio que palpitaba en lo más profundo de su ser y le hacía rechinar los dientes, tirando al suelo todos los libros que se encontraba a su paso. Ellos eran los culpables de sus estúpidos sueños. “¿Por qué he dicho eso? ¿Quién me creo que soy? No soy más que la niña rara del pueblo”. Cuando no hubo nada más que tirar, se sentó en el suelo y lloró. Entre lágrimas e hipidos, oyó los cansados pasos de su madre y en seguida la envolvió un abrazo que olía a lavanda y pan recién hecho.

– No hagas caso Paloma. No has nacido para quedarte en esta casa. Te di ese nombre para que volaras.

Pronto, el incidente fue olvidado por todos y la vida volvió a su infinito círculo de jornadas en el campo, tareas del hogar y silenciosas cenas en la mesa de la cocina. Los largos años pasaban en la aldea y los días monótonos días de campo solo eran interrumpidos por las bodas, bautizos y entierros de sus vecinos. Nunca iba a cambiar nada, ya que nadie esperaba ningún cambio

Cuando Paloma tuvo la edad suficiente para darse cuenta de que la vida no iba a ser lo que ella esperaba, su madre cayó enferma. Fueron meses que olieron a posos dulzones de hierbas medicinales y a sudor agrio. Fueron noches que Paloma pasó en vela, atenta a cualquier ruido que proviniese de la cama de al lado, donde su madre pasaba las horas. Las confidencias e historias inventadas llenaban la habitación a todas horas, pero su madre cada vez aportaba más silencios hasta que, paulatinamente, la conversación se convirtió en un monólogo de Paloma consigo misma.

La calurosa tarde que tuvo lugar el funeral, Paloma estaba haciendo las labores de la cocina cuando la áspera voz de su padre interrumpió sus pensamientos.

– Te dejó esta caja.

Por primera vez, Paloma miró a su padre a los ojos y vio lo pequeño que era. Las pocas horas de viudez que llevaba le habían hecho envejecer décadas.

En la soledad de su buhardilla, Paloma abrió la oxidada caja de latón para descubrir unas hojas arrugadas por haber sido releídas miles de veces. Había decenas de ellas. ¿Qué eran esos papeles? Su corazón dio un vuelco cuando reconoció como suya la letra infantil y con faltas de ortografía que contaban historias sobre animales y bosques encantados. Al pasar los papeles, poco a poco las aventuras infantiles daban paso a las preocupaciones y textos llenos de rabia de una joven intentando encontrar su lugar en el mundo.

Sus escritos. Esos que ella tiraba a la basura hechos una bola de incomprensión y frustraciones, su madre, con infinita paciencia los había ido recuperando y guardando como el mejor de sus tesoros. Al final, había una nota. Lo único en esa caja que ella no había escrito.

“Ahora Paloma, vuela.”

FIN

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