Permitan que me presente: me llamo Eisseman y, como habrán sospechado por la fonética del nombre, soy judío. Espero y deseo que su vanidad por el acierto de mi origen étnico no relaje su intelecto y les induzca a pensar que he sido capaz, como judío que soy, de poner en práctica, inventar o siquiera imaginar alguna circunstancia transformadora del mundo como sí hicieron otros. No, ni he formulado teoría alguna sobre la relatividad, ni soy un neurótico director de cine de fama mundial y, por supuesto, tampoco he adquirido la capacidad de lanzar bombas sobre un país vecino e invadirlo después. Ninguna de estas hazañas, todas buenas, he sido capaz de hacer. Por el contrario, soy un judío inmerso en un devenir vital histriónico, dirigido y constantemente estimulado por la procacidad y el narcisismo, que ha desembocado en el total abandono de cualquier heteronomía social y a imbuirme en una suerte de egolatría indolente como irrevocable estrategia defensiva ante las verdades de la vida. Podría decirse que soy un cerdo en el sentido menos bíblico de la palabra, un puerco desvergonzado cuya única mejora evolutiva de los últimos meses ha sido el cambio de mis actitudes postmasturbatorias en lo referente a la higiene y a la relación de ésta con mi holgazanería y que en otro momento, aciago para mentes escrupulosas, les detallaré. También soy de esos tipos que miran a la gente con desprecio; sin motivo, por el regusto que da el “joder por joder”.

No tengo alternativa: trabajo. Me gustaría no hacerlo pero, como ya saben, nada es perfecto. Lo hago en un hospital privado, todos los días, de ocho de la tarde a once de la noche. Consiste mi labor en conducir una camilla desde cualquier planta del hospital, hasta el tanatorio, con un paciente encima que haya fallecido en mi horario laboral. No les gusta, a mis jefes, que los muertos pasen la noche en la habitación que les vio diñarla, por no favorecer en el resto de enfermos la sensación de que ellos pueden ser los siguientes, como seguramente así será. Se preguntarán cómo un tipo como yo es que pudo conseguir este trabajo o cualquier otro. Fue fácil:una mañana estaba yo apoyado en un poste de tráfico de una céntrica avenida cuando mi natural perspicacia se encontró con un tipo que, sentado en la terraza de una afamada cafetería, dedicaba carantoñas y arrumacos de dudosa intención fraternal a una joven que podría ser su hija. Durante un rato les observé con la intención de recabar información con que alimentar, en la noche, mi costumbre pajera, pero, mis propósitos cambiaron al ver cómo, con una sonrisa ecuestre en la cara, minutos después de que la muchacha abandonase el lugar, apareció una mujer que por la forma de comportarse con el caballero en cuestión – la vida me ha convertido en un sociólogo excelso -, era su esposa (se besaron en los labios sin mirarse a los ojos y sin apenas rozarse). Ahí volví a ver la luz. Cuando dejaron el bar les seguí hasta que el hombre puso a su señora en un taxi y volvió a entrar en otro bar. Allí entré y discretamente me senté en una mesa contigua a la del tipo. Miré al techo como quien disfruta relajadamente del rumboso bamboleo de una mosca, y comencé a canturrear, con breves interludios en los que movía la cabeza fingiendo ausencia mental:

“Alguien ha estado besando a alguien…”

“Alguien ha estado besando a alguien que no es su mujer…”

“Alguien tiene un problema…”

“Alguien tiene un problema que solo yo puedo solucionar…”

De vez en cuando se pasa por mi planta y me saluda con familiaridad, tal y como yo le había exigido en una de las cláusulas de nuestro contrato, con el fin de que mis compañeros tuvieran constancia inequívoca de que si el jefe se acercaba a saludarme era porque yo era un tipo con el que era mejor no entablar disputas. De esta forma vivo tranquilo, se me respeta y nadie da parte a las autoridades del material
hospitalario que sustraigo y que revendo a precio de chino.

Yo, antes, no era así. Uno de mis tatarabuelos, vestido con una túnica de gasa semitransparente, con barba de seis meses, sentado en una butaca ergonómica y acompañado por una docena de mujeres entrañables y desnudas, se incrustó en uno de mis sueños y me contó, o mejor dicho, me previno sobre los riesgos de equivocar la dirección que, como todos, debía tomar en la vida. Con voz segura, me relató la historia de Pierre Leduché, bufón de la Corte del Rey Sol, coetáneo de mi pariente, y que fue guillotinado en la mañana del día siguiente a representar frente a lo más granado de la corte de Luis, en modo de argumentación, la existencia de Dios y a la vez su no existencia. Es decir, probó inequívocamente las dos teorías en una misma y brillante escenificación. El rey Sol, sin atender a los méritos de Leduché, no supo entender la moraleja y creyó que menospreciaba su inteligencia. El mismo presenció el ajusticiamiento del bufón convencido del provecho de su decisión. “Con esto quiero decirte, hijo mío, que olvides estupideces tales como la generosidad o la abnegación y que dediques todo tu tiempo a satisfacerte, sea cual fuere la forma de hacerlo y sin atender a los posibles daños colaterales de tus actos. Esos, en vez de martirizarte, que sirvan de acicate para continuar, pues como demostró Leduché, la verdad es solo la que tú quieres creer. Y pensar, y por lo tanto dudar, no permite, después, vivir con normalidad. Por eso te digo, haz como el rey Sol y no pienses, porque si lo haces el ansia por conocer te destruirá como destruyó a Leduché”. Tal como vino, desapareció el tatarabuelo de mi sueño, pero impregnó en mi voluntad las directrices que marcarían mi vida en lo sucesivo.

Y a ello me entrego con la dedicación de un filibustero.

Ya les contaré.

Eisseman.

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