INMEDIATA POSTAL DE LOS ABUELOS

INMEDIATA POSTAL DE LOS ABUELOS

Fran Nore

09/09/2016

Los solitarios esqueletos de mis abuelos residían en la casa de la finca como formidables espectros viviendo sus últimos días, reposaban como duques de fábula. Y alrededor de la casa, las casas aledañas. Y por el occidente El Cementerio. Y alrededor el valle florido y frutal, los bosques con sus caminos de viajeros extraviados. La Ciudad al norte y el pueblo de Cielo Roto en el sur.

Mis abuelos se enriquecieron con la venta de unos lotes de tierra, eran vecinos inigualables, desprovistos de soberbia y de envidia, su nobleza alegraba a todos los pobladores del vecindario y del pueblo cercano que los admiraba y los respetaba con veneración. Pero mis abuelos habían envejecido considerablemente. Y ya sufrían achaques que mantenían a las empleadas de la casa, atentas y preparadas para un inesperado desenlace.

Cuando mi abuelo enfermó, prefirió confinarse en la casa llena de jaulas de pájaros, como un héroe, allí solíamos tenderle cuidados. Desde que estuvo enfermo no volvió a salir al pueblo , tampoco se le veía ya por los alrededores o por la ribera del río por donde solía caminar, por lo que la gente dejó de notar su presencia.

Encerrado en su alcoba, mi abuelo de fortaleza extraordinaria sufría sus constantes achaques, evitando presentarse ante nosotros como un ser enclenque. Su desmejorado estado de salud preocupaba mucho a mi abuela. Pero con los bebedizos de ella, los malestares que sufría mi abuelo menguaban. La abuela tenía recetas para todas las enfermedades del cuerpo y del alma. Y las mujeres de la vecindad y de las casas del pueblo solían consultarla para que aliviara sus dolencias, puesto que mi abuela tenía curas y medicamentos naturales.

Y aunque también mi abuela denotaba los atropellos del tiempo y de la edad, parecía no dejarse intimidar por los duros avatares del destino. Lo que hacía que su fuerte y resistente constitución se armara de ánimos ante los ambages de la vida. Siempre había querido sentirse bella, salvaje y joven, -por así decirlo-, pero tampoco escapaba de las vicisitudes del transcurrir de los años, puesto que todavía asomaban leves trazos de lozanía en su rostro encandilado. Pero ante nosotros, no parecía dar rienda suelta a las preocupaciones de la edad. Se sentía incluso más rejuvenecida, desde que sabía que había dado la luz de la vida a los hijos e hijas de su amado esposo. Y éstos emergían como troncos de árboles sembrados en la plenitud del valle, con sus juegos y sus risas, con sus rondas y sus canciones, inyectaban al primitivo folclor de la casa la compañía y la alegría, que tanta falta hacía por esos tiempos en la vida de mis abuelos.

Cuando mis abuelos cumplieron las bodas de oro, organizamos una gran fiesta. Contratamos músicos que cantaban y alegraban a todos. Emergía la música quebradiza como las aguas de una fuente. Y en torno a ella, las improvisadas parejas bailaban y los demás presentes aplaudían entre risas juguetonas, cantando y bailando.

Aves paradisíacas por los senderos de la finca de mis abuelos trinaban

entre los árboles.

A todos se nos notaba las ilusiones de la vida en el brillo de los ojos, enamorados de las súbitas y hermosas apariciones de los pájaros migratorios, del cantarín y eterno son del viento y del río y sus arroyuelos dispersos hasta la profundidad de los oscuros bosques fustigados por los temblores de las tempestades; enamorados de la intrepidez octogenaria de mis abuelos.

En la lejanía, detrás de las montañas, estaban las comarcas, los villorrios, las veredas de los pueblos, las inigualables ciudades y las inalcanzables cumbres. Todo un mundo que para mi familia se abría nítidamente en todo su extraño y fascinante esplendor.

Y entonces empezaban los juegos. Eran juegos con reglamentos inventados por mis abuelos. Y las parejas ganadoras tenían sus recompensas y sus premios. Pero, para ser más consecuentes y benévolos con todos, mis abuelos repartían regalos a las parejas de mis primos, tíos y sobrinos que incluso perdían entre sonoras carcajadas.

Se respiraba en la casa, una férvida alegría. Mis abuelos daban gracias a la vida por haberles permitido una oportunidad más de sonreír y de disfrutar momentos tan exquisitos en compañía de los seres que los querían. Y nuestras canciones y nuestros corros hacían que olvidaran conjuntamente todas las tristezas, penurias y desavenencias a lo largo de su vida juntos.

Pero a veces los instantes de felicidad suelen ser confundidos con el efervescente estado de una eternidad concreta.

No así mis tías, mujeres mayores, que sabían que las fiestas de las bodas de oro de mis abuelos sólo menguaban un poco las dolencias de sus espíritus inquebrantables. Pero estaban animadas en la reunión familiar y asumían posiciones a veces extremas y ridículas de jolgorio.

En la finca se tenían gallinas y vacas que producían la leche con las que mis tíos hacían quesitos que salían a vender al pueblo. Los árboles de la casa en el campo siempre dieron vigorosos frutos y hermosas flores. Y la bonanza de frutas y hortalizas de la finca nunca nos desaprovisionó.

Pasados unos largos meses de invierno nuevamente mis abuelos quedaron como empotrados en una oleada de cariño y afecto que todos intentábamos de la mejor forma profesarles. Fueron siempre nuestros consejeros y nuestro cómplice apoyo, nuestras raíces legendarias, nuestros modelos de convivencia a seguir, de respeto, de solidaridad y de amor por el prójimo. Enseñanzas que perdurarán por siempre indelebles en nuestros corazones.

Pero luego, los síntomas de enfermedad se hicieron más visibles en mi abuelo, quebrando su resistencia a la vida, y ya las recetas de mi abuela no le surtían efecto. Una tarde brillante que prometía el verano su partida del mundo nos dejó a todos en una catarsis estremecedora.

Mi propia vida y la de todos mis familiares que me rodeaban, poco a poco se fue convirtiendo en un mapa discontinuo de tristezas y añoranzas al transcurrir de los años, los años que se transforman en arroyos desdibujados entre sus ramificados afluentes auríferos.

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