Ese tiburón
que vuela hasta apabullar en
medio del
cañón de arcilla que amenaza
con descascarillarse grano a grano
y sepultarte
no lo estás viendo.
Y cuánta luz. Qué mediodía ahora.
Baldosas verdes de suelo de cuarto de baño
con caras emparedadas
que te hablaban pero ahora las escuchas
pero no las estás oyendo.
No lo estás viendo.
No ves jugar la luz de discoteca.
No ves la música.
No ves ojos de camaleón en el centro de la
espiral
de serpientes.
No ves gatos de neón como escudos y logos.
Eres un gato. Pero es mentira.
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Cientos de paraguas amarillos y
blancos
hechos cometas hinchadas huyen
volando por la ventana
de la chimenea encendida
en esta noche de Londres
que no estás viendo.
El ruido son gatos que te acarician los contornos.
Oyes con el brazo,
oyes con el hombro,
oyes con la cadera y
oyes especialmente
en la diadema boreal que nunca has llevado.
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Gato.
Gato.
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Desperézate. Traga la tierra. Vuelve.
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El mundo está hecho de palabras
físicas.
Su fuerza y presencia
es el significante.
No importa (nada) el significado.
La forma es peso y densidad
que puede empujarse con la mano,
que puede aplastarte.
Umami. Umami. Umami. Vete ya de aquí, umami.
No lo estás viendo.
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Una enredadera crece y se repliega
en tus entrañas con
luz verde. En tu estómago.
Acaríciate tu cabeza de niño,
tu cráneo jíbaro,
y consuela a ese crío perdido con barba,
a ese gato,
y eres tú que acaricias a tú
pero más joven
como acaricias a esos jóvenes que no
son tú y amas porque están
perdidos.
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Sabes que, aunque no le
quieras dar importancia,
estás embarazado
de luz verde,
tal vez de un guisante,
o de un gato.
Te cubres de hojas.
Eres hojas.
Otoño.
Y corteza gris
resquebrajada.
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Cuando quieres escuchar
al fin te informan.
No te van a hablar.
Condenado a la estación,
hoy no despegas.
No sin creer.
No sin liberar tus terrores,
tus asombros, tu admiración de niño
ante el mundo.
No sin rendirte.
No sin creer.
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Maracas. Serpientes. Granos que vibran en tu cerebro.
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Empiezas a ver.
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Te desperezas,
te atusas, te lames, bostezas,
no te atreves ya a maullar.
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Es el mar y tú desnudo dentro. Encima.
De espaldas.
Es la gran ola de Kanagawa
por todos lados.
Tu cruz grabada brilla a rojo sangre.
Estás de pie en el agua
y estás sereno
y eres real.
No te ves la cara porque mira a la
tempestad, que es un dibujo
de lo que quiso ser
y no pudo.
Y derrotado del combate
disfrutas hundiéndote satisfecho
indiferente
en el ojo cerrado
de un maelstrom que ya no asusta.
Se acerca, a lo lejos, sin prisa,
Jesucristo en una barca
y no tiene rostro y lleva túnica
y te tiende el brazo y te dice
“no tengas miedo”
y se lo das y te agarra y
nacen dos serpientes de debajo
de su túnica
que se entrelazan y os unen.
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Las estrellas son testigo indiferente
de los lacrimales, del crujir de dientes,
el temblor de tu pierna y el sudor.
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Es una serpiente gigante la que
te lame
con su lengua blanda de color
azul zombie
y te amenaza sin despegar
su viscosidad seca de tus ojos
abiertos
“Te vas a quedar aquí”.
“Te vas a quedar aquí”.
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Has luchado con la planta
hasta quedar extenuado
tú
que habías ido a buscarla.
“De madera de la selva
está hecha tu canoa”
y el humo del tabaco
te confirma guerrerito
y ya no hueles a ti
ni a otras flores
y te rechazas.
Estás perdido.
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En un descuido del centinela,
agotado de luchar contra tu propio estómago
y los colores y las luces,
llegas a la ciudad.
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Las edificaciones verticales de
terracota y arena
son demasiado ancestrales
como para no ser del futuro.
Lo delata ese Sol de mediodía
en Palestina.
Entre los arcos y las ventanas cerradas
(¿cuánto hace que no vivirá algún día nadie aquí?)
en el estrecho pasillo que forma
una calle entre dos edificios,
a cientos de metros sobre el suelo,
se abre el ojo de un corazón que late
entre engranajes como fractales
blancos y negros.
Tú lo sobrevuelas todo
y poco a poco
te vas acercando.
Vas a entrar.
Y el corazón te habla y te promete ser
más tú y te avisa de que
a cambio
debes quedarte para siempre y te asustas y no entras
y te vas flotando en sentido inverso y
se cierra el ojo y todo son fractales
blancos y negros que se erizan y pueden
cortarte.
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Te encierran dentro de tu mente.
Tus hermanos se han ido.
No saldrás jamás de ahí.
Ahora sí, ves flores que ya no quieres ver
ni oler.
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No sabes pedir ayuda.
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Estás encerrado y eres
seis niños rumanos
con todas sus carencias
mientras exiges el cariño que no tienen.
¿Por qué nadie te levanta
por las axilas? ¿Dónde está
el agua fresca?
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Los engranajes se erizan como
un gato de colores pardos.
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Piensas en alto. Silencio.
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Vomitas un llanto que es
sufrimiento
de miles absorbido
por un corazón ínfimo.
Siguen sufriendo esta noche
de lobo por el collado arbolado.
Sufrirán.
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Y sólo eres un ser humano.
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