EL MIEDO

He desgarrado la maleta donde guardé los sueños

que aún me atormentan

desordenando el cuarto

del que no puedo deshauciar mis pensamientos.

Aunque yo creo que algunos se me escapan

y deambulan por las calles

de esta ciudad

que me ha tomado a mí entre sus rehenes.

Que la noche los persigue

desde la penumbra de sus ventanas

hasta que se confunden

entre la marabunta de borrachos.

Me caen simpáticos.

Se me parecen tanto al acercarse,

como un desfile de fantasmas,

sin otra pretensión

que besarme por turnos, o en manada,

que cerrarme los labios

de una hostia,

cuando me encuentran débil

o cuando ni siquiera

me encuentran.

Me he quitado el sombrero,

al saludar,

despegando a la vez

todas las sombras de mi cabeza

y he rebuscado en los contenedores

aquellas cosas que me fueron robadas,

aprendiéndome así

algunas direcciones.

Apenas he tenido tiempo

de hacer un inventario

con las palabras que aún no sé,

pero voy repartiendo las que tengo

allá donde calculo

que aún pueden hacer daño.

Me siento tan desnudo al acostarme

que embadurno mi cama

con las mieles del triunfo,

chapoteo en las sábanas

como en una piscina,

olímpica, por cierto,

y emprendo el buen camino

colgándome medallas a la espalda.

El cementerio habita cerca de mi casa,

creciendo entre los árboles,

y el aire a veces toma un tinte rojo

cuando salta la sangre imaginaria

de las voces clavadas a sus tapias,

cuando los fusilados salen de sus fosas

como briznas de verde.

Pero a lo que os iba,

que tengo por costumbre esperar a mañana

y me quedo callado

si acaso es necesario.

También tengo en los dedos un tatuaje

de esa piel que se fue

para ponerse a salvo,

y ya no me intimidan con sus flores

ni con veladas amenazas

de mañana filtrar todo a la prensa.

He aprendido el lugar

por donde queda el horizonte

y detecto moverse desde lejos

tanto a estrellas fugaces

como a depredadores.

Por no tener,

ni patria tengo ya,

tampoco escribo un diario,

ni he vuelto de la guerra,

ni me hablo con los dioses.

La vida no me tiene

entre sus socios de gobierno

preferentes.

Solos el miedo y yo

nos atrevemos a salir

por esos antros,

que consumen el hielo de la noche

en los vasos de tubo

y derriten las nubes del amor

con un golpe de vista.

Cuando salgo a llorar,

o a vomitar, también lo digo,

ya ni veo colgar a los murciélagos

del dintel de la puerta.

Me he acostumbrado a esta costumbre

de envejecer sin merecerlo,

pero aún no me he rendido,

ni creo que lo haga nunca.

Sospecho que ando cerca

de un lugar, por ahí, donde sea,

que morirá a la vez que yo

antes de haber cruzado

todas y cada una de las puertas.

(José María Campuzano)

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