Me levanté de golpe en medio de la noche
y acaricié la cama vacía
a mi lado;
fue entonces, que me di cuenta,
que te habías marchado.
Cerré los ojos e intenté dormirme
pero juraría
que tus olores
quedaron impregnados en mis oídos,
porque miro la oscuridad
y casi puedo oír tu perfume en el cuarto.
Decido que no quiero más
este nudo que recorre mi garganta,
pero estoy tan cansada
que llorarte
suena casi una costumbre.
Tu fantasma me mira desde el ropero
y se pone la remera que olvidaste.
Ya no sé con qué palabra
rimar tu nombre,
ya no sé con qué letra
tratar de cerrar mis puertas
a tu recuerdo.
Creí que era afuera donde llovía,
pero es adentro donde el agua moja.
Pero entonces un día
tapé las marcas de tus uñas en mi espalda
y convertí en ayer todos tus mañana;
esquivé la lágrima que caía
para mojar mi almohada
y cambié de lugar los muebles de la casa,
por si mi debilidad te pedía que volvieras
no pudieras reconocerla,
reconocerme.
Ya no busco olvidarte sino recordarte de otra manera.
Ya no tiro sal a mis heridas,
que se hicieron tan chicas
que ya no me impiden mover las alas.
Me obligué a borrar todas tus mañas,
cuando la realidad es que habitas mis rincones,
pero ya no te oigo caminar en la madrugada.
No me olvidé el color de tu piel
pero ya no me parece el lugar más bonito del mundo.
No puedo cerrar los ojos a tu mirada
pero ya no me tiemblan las piernas cuando dices mi nombre.
La idea de que existas en un lugar que no es conmigo
ya no me parece tan aterradora.
Ahora camino por el borde de la mesa
y dejo flores a mi paso.
Ya no tengo miedo de caerme
y que no estés para agarrarme.
Sigo juntando mis pedazos,
pero ya no me preocupa unirlos
porque
es a través de mis espacios
por donde entra la luz
los domingos.
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