El hielo de los días

El hielo de los días

I.

Se cierra el círculo otra vez. Tú, danza,

salta hacia atrás, libera un farolillo;

su luz, que lleve al cielo lo que anhelas.

Procúrate unos remos y una barca

de atravesar estigias,

hechos de seda que estrangule el sueño.

Toma a espada las nubes. Luego, invoca,

desafinando un kirtan, el solsticio.

Detén lo oscuro con tu risa, frena

el sol en retroceso.

Baila después sobre las brasas, grita

sólo al sonar la música; no existe

frío ni miedo que puedan contigo.

Se ha completado el círculo. El invierno

mendiga en nuestros porches.

II.

Despierta aquí, penetra en la deriva

en espiral de los minutos congelados.

Apenas reconoces algo en estas calles.

Te has extraviado sin remedio en el camino

para escapar de la neurosis del encierro.

¿Vas a afrontar el laberinto de los años

vuelto pasillos de tiniebla y casas nuevas,

sombras que ya no juegan nunca al escondite?

Estar aquí es haber entrado al laberinto

por las esquinas en que duerme el minotauro.

Tú, sigue envuelta en tu pasado multiforme

por donde has empezado ya a morirte lento.

Haber dejado de existir suena impecable.

Perderte y que te lleve el viento y no haya ruido,

ritmo, metáfora ni métrica que valga.

tierras baldías sólo en medio de horizontes

poblados de carteles, grúas rotas, seco

viento que quiere desgarrarte la mejilla.

Esto era todo lo que había para darte

en este suelo estéril, gris y muerto. Nunca

regresarás. No puedes. Erraste los pasos.

Volver aquí.

Parece penetrar la niebla…

II. bis

En el andén de esta estación reina el silencio.

Y tú no digas, no te quejes, no preguntes,

que los viajeros sólo riegan amarguras

que vuelven hielo todas las palabras vivas.

III. (Canción de hibernación)

Es invierno y el mundo está callado,

huecas las hojas y desnudos todos

los sueños embrionarios

que tal vez recompongas

algún otro verano.

Cabe todo en las venas del invierno.

Pero tú ven, estréchame, reduce

a nada eso de lejos

y nunca con la nana

que amortigüe los vientos.

Y deja que me duerma

hasta que el sol deshaga la ventisca,

cuando el arroyo

sueñe precipitarse de la cima.

Despiértame a la hora

en que el invierno ondee

como al aire en retazos

o un recuerdo lejano de diciembre.

Pero hasta entonces

me arroparé en tu nombre y en tu vientre.

IV. (Para M.O.)

Pasaron cuatro estaciones, días eternos

vieron entre sueños tu voz y tu rostro.

Y yo no dejé de buscarte en las hojas

por si alguna vez te dibujabas en las venas de sus brotes.

Cada día duermes echado en la tierra,

silente como un rosal que no florece,

lejos del mar, más lejos de los otoños

-adoquines mojados, tu chubasquero a rayas amarillas-

donde no volveríamos.

Y yo no dejé de buscarte en las nubes

al otro lado del muro que separaba

nuestros confines de fuego de un frío adiós inacabable.

Hasta la primavera estuve buscando

(cada una de aquellas dos mil ciento noventa

noches del tiempo que iba

aprendiendo cómo

ya no buscarte).

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