Los poemas arbitrarios de un año lleno de preceptos.

Los poemas arbitrarios de un año lleno de preceptos.

Isvi Garnav

26/07/2019

Los poemas arbitrarios de un año lleno de preceptos.

La primavera árabe.

El camino hacia la libertad
está lleno de piedras
que forman un estrecho laberinto
de puntiagudos vértices
en sus esquinas,
por allí:
pasa el pueblo descalzo.

Los pájaros más negros
caen desde lo más alto de la eternidad
graznando las esquelas de los vivos.

Ruge el viento de derecha a izquierda,
cuerpos imantados se dividen en cinco,
se cae la última de las estatuas imposibles,

mientras, tres países más arriba,
se debate sobre la semana de la moda.

Domingos.

Los domingos tienen la tensión
de un lunes venidero
y la calma de un mar sin viento,
los domingos tienen ese aire
caduco y polvoriento
a habitación cerrada,
a calle desierta y a establecimientos muertos,
a la angustia de algo,
no se sabe muy bien qué, que nunca llega.

La humedad profunda de un domingo
no es como la de los amaneceres del rocío,
llena de rayos de sol
y verdes raíces acurrucadas bajo las vías;
es una humedad distinta,
que entra por la nuca, fría como el diablo,
y te escarcha por dentro.

El niño azul.

Tú eras un niño azul
nadie sabe desde cuándo,
pero eso es algo que se ve,

está en la mirada de los niños
que observan caer las hojas de otoño
y saben ver las espirales que el viento hace con ellas,

esos son niños de octubre,
niños que piden estar solos,
niños a los que suele acompañar la muerte en primavera.

Todos tus árboles cayeron
un día de lágrimas sin despedidas,
y hoy, como un sin techo que una vez fue alguien,
te preguntas si ya eras azul antes de aquello.

Tus arpegios suenan dulces y cuidadosos
bajo los panales,
tu voz parece tan clara en primavera.

La muerte te acompaña en primavera.

A Jackson C. Frank.

Un pueblo llamado Comillas.

Si no sigo la regla del juego,
los demás me juzgarán.

Y a mi enfermedad
la llamarán:
locura.

¿Por qué el espejo de mi alma
son los ojos de los otros?

No he visto cementerio más hermoso,

la figura del ángel exterminador protegiendo
los cuerpos sin vida con su espada
y sus alas abiertas, tan cruel.
Y el mar al fondo,
de tan grises pupilas, imitando al cielo.

Allí soplan las almas.

Más tarde, se puso a llover
y empecé a rodar colina abajo.

Soneto.

Recuerdo que una vez escribiste un soneto
que iba desde la punta de los dedos de mis pies
hasta la comisura de mis labios.

El último verso acabó en hormigueo.

Las mártires.

Han llegado de noche
esas mujeres con gusanos en las tripas,
bastos moratones

y sin aliento,

llevaban cinco días en la selva con extraños.

Al primer puñetazo
todavía tenían confianza en el mundo.

¿Cuándo deja un ser humano de ser humano
para pasar a convertirse en un cerdo chillando
en el matadero?

Hay situaciones en las que lo único que queda
es carne aguantando dolor,

el cuerpo.

Preferir la nada a lo que hay,
cuánto se ha criticado,
qué forma inhumana de juzgar voluntades:

lo que hay no siempre es aceptable.

Demonios.

Me apetece saber qué hay tras ese cigarro que te enciendes
mientras tenemos una conversación profunda,
y ver los demonios de tu alma
más de cerca.

La plata, Valencia.

Has llegado a tu antiguo hogar
y solares bañados en sangre de plata
te reciben reclamando tu cuello,
una oleada de metal y paredes derruidas
decoran las calles de pobreza.
Suena el timbre del horror,
abre la puerta y verás:
verás qué dientes te esperan,
qué vacío al entrar a casa.

Mira eso, mamita,
un desconocido en la caseta
su aliento de perro arrima,
con su hocico rancio
y esas manos hostiles
que te saludan el bolso,
mientras incómoda esperas
la llegada del cielo aciago,

pero el cielo
no llega a las tierras perdidas:

donde antes había huerta
ahora hay humo y almas.

Tiembla extranjera,

los efebos quieren enseñarte
cómo se esparce el barro en las oquedades
mientras apagan sus colillas en tus senos,
niños con navajas
y mártires que desfloran sus bocas
en esta primavera congelada,
—¿De dónde vienes, extranjera?
—De mi tierra vengo.

Pues bienvenida a La plata, hija de puta.

De brujas, niños y Leopoldo María Panero.

Apenas se oye nada en el jardín de los cerezos,
una mujer barriendo el hinojo canta sus celos
y cuatro ojos la observan desde la casa de Gretel.
La bruja de las siete lenguas
ha roto a llorar ginebra al ver a los niños felices:
crueles alimañas come azúcar,
sucios pies rompe zapatos,
¡devolvedme mi escoba!

Los dos juntos desde la ventana de algodón
ríen sin pausa con dientes de aguja,
el niño saca la lengua metiéndola en el ladrillo de menta,
alzan el pañuelo rojo para despedirse.

En el cementerio de la cebada
se muere de pesar
una mujer sin escoba:
ya no barre el hinojo,
ya no canta sus celos.

Los niños han crecido,
perversos ríen tras el castillo de huesos.

La carta al padre de Kafka.

Es cierto eso que nunca me has dicho
de que no se puede ser más patética,
casi puedo oír las risas desde tu cielo
y tus pensamientos de ángel terrible
atormentándome como el eco de un trueno:
«ahora te voy a dar lo que te mereces»;
porque tú ejerces ese poder sobre mí,
me escupes leyes arbitrarias al oído
y te yergues con tu implacable divinidad
atisbando mi rostro desde tu indiferencia
para insinuar que jamás seré salvada;
me enseñas los colmillos desde tu azotea,
te burlas de mis dedos, de mi carne,
de las ganas que tengo de calor humano;
y yo tiemblo de miedo, te sonrío y castañeo:
ya ves qué hipócrita serpiente te sisea.
En los jardines de hiedra nada un olor a azufre
y ya no quedan frutos con los que pecar,
aquí, entre estas cuatro paredes venenosas,
estoy muy lejos de que alguien me toque.

Venganza.

He intentado crear poemas de mercado para leerlos en los recitales
y vengarme de los concursos
ganándolos:

poemas miméticos que tratan sobre vampiros,
otros sobre personas que tienen tantas ganas de vivir que riman,
o versos que provocan carcajadas histéricas.

He querido convertirme en un personaje que recita
con una voz que no es la suya.

He probado las rimas, los versos,
me sé de memoria la estructura de los sonetos
y las coplas a la muerte del padre de Jorge Manrique.

Pero al final,
siempre me sale este cúmulo sincero de palabras,

y es tan poco literario.

Muerta Madrid.

La esperanza se abre tan verde
como los iris de los charcos,
en esta ciudad no hay jaulas
ni se necesitan cadenas
para mantener la cordura.

Sí, la gente se apila contaminada
en sus calles desdibujadas,
hay cientos de crímenes por día,
cadáveres en sus ríos
y tormentas de nieve que destronan
las almas de los objetos andantes
y aumentan el empleo de los tanatoprácticos,
—la ciudad lleva el maquillaje preciso
para aparentar que está dormida
aunque en realidad esté muerta—

¿pero acaso eso es malo para mí?

Yo aquí, en este lugar maquillado,
mirando Madrid desde mi pequeña parcela
con mis pobres y egoístas ojos verdes de búho
que antes no veían ni sus propios pies,
me siento libre, al fin.

La metamorfosis.

Dicen que has cambiado,
como una marea atraída por la luna
que ejerce su acción gravitatoria;
como un velero pirata hacia la deriva
mecido por el gruñir del viento,
de nuevo, mar adentro;
como dijo Neruda,
como aquello
que la primavera hace con los cerezos.

Y yo,
estoy
de acuerdo.

Has cambiado.

Puede que ahora seas
como lo que el fuego
le hace a los nidos de los pájaros,
como el ártico:
antes robusto como un iceberg,
ahora hecho caldo de pollo;
como los gusanos de seda
de los que, cuando eras niña,
con la mirada ilusionada,
pensabas que iba a salir
una bella mariposa,
y cuando realmente se rompían,
el resultado era
una sucia polilla.

El edificio.

Ayer vi un edificio,
estaba construido a unos metros
por encima del suelo
para que nadie
pudiera escapar,
sus paredes eran del color
de la tristeza,
su techo,
un bloque de cemento,
infranqueable
por la lluvia,
unas verjas afiladas
rodeaban su patio,
del suelo
parecía salir
un humo caliente
que nublaba el interior,
un enorme reloj
marcaba
que había que respetar
las horas.

Una cárcel, pensé.
Un lugar de trabajo, quizás.
O un colegio.

Foucault
habría dicho
que es lo mismo,

un espacio
para refugiarnos
de la vida.

Ella.

Y de pronto,
me inundó
el alma
una negrura
oceánica.

Me atizó con sus dedos
el azote del loco viento
del norte,
y me di un golpe
contra el fondo,
y se rompió
hasta lo más preciado.

Cuando desperté
ya no tenía nada.

Pero allí estaba ella,
esperándome
con sus brazos abiertos como cunas,
con su cantar trino,
con sus senos como alimento,
con sus manos llenas de diosas
preparadas para recomponer
los cristales del vaso
medio vacío
que siempre fui,
y la cabeza lista
para encontrar
la moral extraviada de mi alma,

por enésima vez.

Para mi madre.

Londres.

Todavía recuerdo tu grandeza de capital
y la soledad de tus calles
infestadas por el gentío extranjero.

Las ciudades están vivas.

Ten cuidado con los ojos de las brujas
que pretenden arrebatarte el rostro por las esquinas,
escucha los pasos rutinarios
de los soldados muertos en el teatro,
a cada hora, a cada minuto.
Siente como la gente te rodea,
te empuja cariñosamente,
y te siente extraña y azabache.

Siéntete más cómoda
con la compañía
de un puñado de gitanos
bebiendo té
a las cinco de la madrugada.

Vi campos amarillos
en lugar de soñados verdes.

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