Imponente,

el coloso irrumpe

ante las lágrimas de mi asombro.

Es que antes lo conocí mil veces

y otras mil,

en postergadas ilusiones

brotadas de imágenes intangibles,

pero el encuentro es hoy, por vez primera.

Me deslumbra

el circo imperial de piedras y de arena,

y me vuelve a deslumbrar

el símbolo inequívoco

de la civilización en que me tocó nacer.

Refugio lúdico de la vieja Roma

creado para fugaz olvido de sus batallas

y premio para sus guerreros,

aún se sienten las risas y crueldades propias,

los llantos y dolores ajenos.

Ya no hay rugidos de leones,

no hay ruegos al pulgar del césar

ni agonías de cristianos,

pues su cruz resultó vencedora

y se repite altiva, ahí nomás, enfrente

tras el eterno Tevere.

Ay, anciano Colosseo,

sobreviviente de invasores y saqueos,

te rodean falsos gladiadores,

te desbordan turistas cansinos de coloridas viseras

que andan y desandan

tu piel y tu vientre

con cámaras incesantes:

son los modernos bárbaros,

hordas de rápido reemplazo

que parlotean el idioma de Babel

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