Dicen que recordar es volver a vivir. Pero ¿si sólo recordar quiero lo que revivir no puedo? Aquellos felices días de mi inocente infancia , cuando el pasado aún no existía, el presente no entendía y el futuro todo prometía.
Cuando el planear una travesura , solo tenía como límite aquel impuesto por el temor al castigo divino.
Cuando pensaba que creer en Dios dolía, y no lograba comprender a quién debía temer más, si al maligno Lucifer o al Dios implacable.
Fueron aquellos días, sin duda, parte de mí feliz infancia, rodeada de juguetes, de caprichos cumplidos y de porvenires asegurados, pero escasos de Amor y de ternura.
De dormir cansado de tanto llorar, de despertar sonriendo a la vida, esperando vivir aquel prometido primer día del resto de mi vida.
De terminar el día cansado de esperar, sin recibir siquiera un atisbo de Esperanza.
Fueron aquellos inolvidables días, confiando en que la inocencia de un infante alimentaría mi karma, sin tener la más mínima idea de lo que esta palabra significaba.
Correr, saltar, gritar, jugar, qué más se podía desear, si solo bastaba la calle atravesar para una docena de amigos encontrar.
Transformarse en un instante de héroe en villano, de capitán de un barco pirata en valiente bombero, de niño feliz en adulto responsable.
Todo se valía, la vida todo nos permitía
Deseaba crecer para tener libertad, sin saber que tristemente, como adulto, mi libertad terminaría vendiendo al mejor postor.
Quería responsabilidad sin valorar la protección que mis padres me dispensaban.
Bendita inocencia, maldita inexperiencia.
Aún hoy no sé qué es más valioso, la inocencia que todo justifica o la experiencia que todo sobrevalora
Veo mi pasado y aún siento miedo. Miedo de ver aquella calle donde aprendí a andar en bicicleta, donde me rompí mi primer hueso en mi roja patineta.
Donde por primera vez vi aquella linda niña cruzar, de una acera a la otra, con su vestido rosa de fino satin. Con sus calcetas blancas de suave algodón y aquellos destellantes zapatos de negro charol. Con aquel moño rosa, que cual corona de honor, enarbolaba su rostro con orgullo y fulgor.
Y recuerdo que en cuanto la ví, mi cuerpo por primera vez reaccionó y como un hombre me sentí.
Con su tierno caminar que la hacía brincar, más bien parecía levitar.
Su sedoso cabello rubio brincaba con cada paso que daba, y de él parecían emanar mil diminutas estrellas.
¿Será que el Amor despierta de pronto una mañana sin pedirnos permiso ni avisar siquiera?
“Desperté de ser niño, nunca despiertes” nos advirtió Serrat en un poema de Miguel Hernández, y hasta hoy comprendo qué razón tenía.
Mi virilidad despertó aquel que pareciera ser cualquier banal día … y la figura de aquella pequeña quedó grabada para siempre en mi mente … y en mi ropa interior,
Y decidí despertar entonces y sigo despierto.
Pero desde aquel bendito día, nunca he podido volver a dormir. Y aunque sueño cada día, mis sueños lúcidos no me permiten descansar.
Bendigo a Dios por aquel despertar repentino. Y maldigo mi egoísmo por no aceptar mi cruel destino.
Aprendí a correr tras una pelota, pero eso no bastó para alcanzar mis ideales.
Aprendi a atrapar sapos, pero no pude retener amores,
Aprendí a cortejar mujeres, pero no supe fincar relaciones.
Supe cuando reír, cuando festejar y hasta cuando llorar, pero nunca he sabido hasta donde me debo doblegar.
Alabé a Dios por cada instante de mi vida, pero también renegué ante cada dolorosa experiencia permitida.
Si bien es cierto que muchas veces es mejor no mirar atrás, en ocasiones es necesario recordar qué causó cada cicatriz de nuestro cuerpo, y más importante aún, cada cicatriz de nuestra alma.
Al fin y al cabo cada ser no es más que un mapa formado de cicatrices. Cada cicatriz representa el remanente de una herida, y cada herida es el resultado del aprendizaje que nos dejó una batalla por la vida … un escalón que nos acerca más a la divinidad.
Bendita calle aquella que no se conformó con verme crecer. Que me permitió recorrerla una y mil veces más en compañía de mis hermanos y amigos. Que por cada cicatriz que me causó, permitió también que me llevara parte de su asfalto. Aquella calle donde apendí a jugar, a reír, a gozar, pero también a llorar, a compartir y a perdonar.
Donde conocí el primer Amor y también el desamor.
Donde encontré a Dios bajo una piedra, mientras buscaba un insigne sapo.
Donde sentí a Dios y su creación, cuando la lluvia mojaba mi existencia
Donde aprendí que el Amor es mucho más que la unión de cuatro letras y la amistad va más allá de ser un bano sentimiento terrenal.
Donde aprendí que vivir es cuestión de actitud y morir es solo la culminación del proceso de aprendizaje, que a cada uno nos corresponde asumir.
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