Esperar siempre se me dio bien. Nunca fue mi mayor virtud, ni mucho menos, pero tengo cierta destreza o desenvoltura, quizá podamos llamarlo facilidad, o talento, para la espera, para el aguarde, para el aguante, o la calma. Lo que para unos son años de frustrante vigilia, para mí no son más que unos pocos segundos; aunque, a veces un segundo es demasiado tiempo. Y lo que para otros es un manojo de esos segundos en que se divide el tiempo, para mí pueden ser eones, aun siendo estos segundos escasos. Es curioso, al menos, como el tiempo se estira o encoje según nuestras preferencias o necesidades, nuestros gustos o responsabilidades, nuestro disfrute o tedio, y cuantos menos segundos tenemos, más requerimos. Y viceversa. Jamás conocí a nadie contento con su tiempo, en conclusión, pero a mí nunca me supuso un problema esperar el necesario.
No es la primera vez que me siento a esperar en este banco, ni será la última, de eso estoy seguro. Incluso antes de que este asiento de lamas de madera barnizada fuera colocado frente al portal número seis, había otro, o ninguno, ya no recuerdo bien cómo esperaba en esta calle Tampico en anteriores ocasiones; si sentado o de pie, apoyado en un árbol o dando pequeños paseos; aunque, lo mismo da cuando la espera es lo más importante de todo, cuando lo que se disfruta de verdad es ese nervio interior que te agita al saber que algo deseado, o no, pero sí esperado, va a suceder. El tiempo se extiende cuando no miras el reloj y los segundos ralentizan su paso cuando observas escrutante su empuje en las manecillas. Tan difícil de entender el tiempo que hace mucho que dejé de intentarlo.
Para evitar esa sensación de deseo que ahoga cuando esperas, que crispa cuando tarda y que decepciona cuando no llega, yo me dedico a mirar como esos segundos van dando vida a todo lo que sucede a mi alrededor; y así disfruto la espera, saboreándolo en mi duro y vetusto paladar, exprimiendo cada segundo con mi lengua seca y degustando hasta la última esencia que se oculta en ellos para los ojos inexpertos. Escucho a las hojas de los árboles rozándose unas con otras, produciendo un susurro relajante que invita a aspirar con fuerza su música, a llenar el pecho hasta arriba con sus notas. Observo a las personas ir de un lado a otro, con prisa o despacio, corriendo o a paso tranquilo, según el tiempo que guarden en sus alforjas, y sin pensar, quizá, que el tiempo es perecedero y justo cada segundo es el último de alguien; y, cuántas cosas, muchas de ellas tonterías, haría la gente si supiera el que le queda.
Mientras contemplo a un gorrión examinar entre las grietas de la acera en busca de algo que llevarse al pico, me vienen a la mente recuerdos de épocas pasadas en las que pisé esas mismas aceras; incluso, en algunos de esos recuerdos, llamar a aquello aceras es más que un atrevimiento, una osadía o un insulto para el resto de aceras. Tiempos pasados en los que conocí gente pobre, después gente rica y también gente pobre en casa rica, casi siempre por servicio. Todos ellos dando vida a una calle que sin gente no es calle aunque tenga vida; porque solo la gente forma calles, al igual que solo el tiempo graba recuerdos que forman vidas. Recuerdo a Manuela, a Julián, a Rosa e incluso a Igor, que vino del este para acabar sus días en esta calle que siguió siendo calle sin él; y lo fue sin todos los demás. Otros llegaron que ocuparon sus lugares y con el paso del tiempo los borraron para siempre.
El gorrión está dando pequeños saltos en zigzag intentando no saltarse el más mínimo bocado y se aparta de un pequeño aleteo ante el paso lento e inseguro de Mercedes, que ha salido despacio, o rápido si tenemos en cuenta las posibilidades de cada uno, del portal que tengo frente a mí. Mercedes ha vivido mucho, o poco según ella; ha sido una hija querida y ella quiso a sus padres; fue una esposa amada por su marido y deseada por otros y ella le amó, a su esposo, y deseó en secreto a alguno de los otros. Vivió, en definitiva, como viven todos: a su manera, porque no a todos les gusta lo mismo, y doy gracias por ello. Imagínese lo aburrido que sería esto, la vida, si todos fuéramos iguales y disfrutásemos haciendo lo mismo; aunque muchos son así y no parece disgustarles; en cualquier caso, lo que yo hago sería realmente tedioso si tuviera que escuchar las mismas historias cada vez.
Mercedes ha venido con la calma de una anciana tortuga hasta el banco en el que yo me encuentro esperándola. Llevo haciéndolo desde hace casi cien años porque es una de las cosas que mejor sé hacer, esperar; y ya a mi lado, después de un esfuerzo titánico para doblar sus caderas y sentarse a mi vera, me observa como quien ve a alguien esperado, pero algo menos deseado. No siempre es así y en ocasiones me saludan con alegría y otras con tristeza profunda; aunque, en el fondo saben todos que estoy por llegar algún día, pocos quieren que llegue realmente. Esa mirada, la de Mercedes, es profunda, curiosa durante un par de segundos, y, después de esos dos segundos, se convierte en un mirada de satisfacción, la mirada de alguien que ha vivido, que se ha dejado cosas por hacer, pero que, en resumen, su balance vital dice que ha sido feliz, y así lo siente cuando me observa aguardándola.
—Te estaba esperando. Has tardado más de lo que pensaba —me dice Mercedes, con un ligero temblor en la voz apenas perceptible para los oídos que no prestan atención.
—He venido justo a tiempo, cuando se han terminado tus segundos. Espero que los hayas disfrutado.
—Lo hice, eso creo al menos.
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