Ha llovido por la noche. La calle muestra un aspecto sombrío. Los adoquines están resbaladizos y hay charcos. Matilde sale del portal con cuidado. Se ha puesto calzado antideslizante. Después de varias caídas ya ha aprendido. Algo somnolienta se dirige al supermercado. Va pensando en sus cosas. Se cruza con algún vecino y da los buenos días. Lleva años viviendo en el barrio de San Pablo, conoce a casi todos. Los de antes claro, a los de fuera y a los okupas los conoce menos, esos van y vienen.
En el supermercado hay poca gente. Es temprano. Elige unas sardinas rancias, tomates, aceitunas, un brick de leche y un paquete de pan de Viena. Paga con un billete pequeño. No puede gastar más. Saluda a la cajera y vuelve a su casa. Otra vez va pensando en sus cosas, muy concentrada.
Se acuerda de su hija que vive en el extranjero. La echa de menos. Piensa en su hijo que ya no se acuerda de ella. La visita poco, casi no la llama. Es curioso que fuera ella, durante mucho tiempo, lo más importante para ellos, cuando eran niños. La llamaban continuamente: «mamá, mamá…» Hasta que tantos «mamas» ya no le cabían en la cabeza. Luego se fueron todos de golpe. Los chicos se independizaron y se fueron a sus casas. Al poco tiempo se fue su marido para siempre. Se quedó sola de la noche a la mañana.
Pensándolo bien, como hija tampoco tuvo mucha suerte. Era la segunda y no le tocó ser heredera. Su hermano mayor fue el «hereu» y se quedó toda la hacienda. Ella vino a la ciudad con una mano delante y otra detrás. Como pudo salió adelante. Formó una familia y tuvieron tiempos mejores y tiempos peores.
Ya ha llegado a casa. Se acomoda. No saldrá más en todo el día. Escuchará la radio. Leerá un poco y, tal vez, mire las fotografías y llore un rato. Podría llamar a alguien, ir a un centro de día, invitar a parientes a su casa o salir con las amigas. Todas estas cosas ya las hizo antes y no funcionaron.
Está cansada. Se sienta en su sillón preferido y se queda dormida.
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