Cada calle es un pequeño ecosistema, y en él se crean relaciones y escenarios que fuera de ella perderían su sentido, porque es la calle la que les da su color. Porque, efectivamente, sin el escenario de un bar, cafetería o centro comercial, que actúan como un tercer elemento, la calle simplemente acoge a su gente sin adornar la conversación o el silencio.
Yo estoy a punto de adentrarme en la nuestra, un camino que tiene como nombre el apellido de todos los que pertenecemos a ella, recogiéndonos en nuestro particular y minúsculo universo.
Uno de casas bajas que aún dejan protagonismo a la tierra. Bancales que cobran vida bajo las manos de quien los trabaja. El sonido de una azada cayendo redundante sobre ella, pareciendo ya una extensión del brazo del hombre que la sujeta.
– ¡Buenas tardes! – exclama con tono exhausto mientras se detiene un momento para saludar, levantando la barbilla, mientras que con una mano se seca el sudor de la frente y apoya el otro brazo sobre la azada clavada en el suelo con un pequeño suspiro, como señal de un cansancio satisfecho.
– Buenas tardes Paco, ¿cómo va todo? – contesto, esperando la previsible respuesta.
– Como siempre hija, como siempre –. Yo, continuo andando mientras le doy la razón con gesto y sonrisa de asentimiento.
Son las ocho de la tarde de uno de esos veranos interminables. El Sol, que ha estado cayendo como plomo durante todo el día, concede una tregua a la gente que por fin se atreve a salir a la calle. Aquí, los vecinos siguen conservando la costumbre de sacar sus sillas a la puerta de casa, esperando el desfile de caras conocidas que pronto comienzan a arremolinarse en el pequeño patio que forman algunas casas, construidas en forma de U, y que parecen especialmente pensadas para ese frívolo encuentro. Empiezan conversaciones banales, de esas que giran tan pronto entorno al tiempo como a la política, y que terminan virando hacia los temas que realmente les atañen y que sólo salen cuando la conversación ha avanzado lo suficiente como para haber generado el clima adecuado entre los asistentes, esa complicidad que genera el saber que todos quieren hablar de lo mismo, y que se va confirmando con pequeñas fórmulas inventadas, insinuaciones como: “¿Ha pasado algo nuevo últimamente?” o, “¿Sabes algo de (la) Tere?” y que, pese a parecer completamente azarosas, tienen la certera intención de animar a las buenas y malas lenguas a chismorrear sobre cosas que a ninguno le incumben, pero que les resultan lo suficientemente cercanas como para suscitar el interés general. Otras veces, cuando no había ninguna primicia que destripar, alguien recurría a esa historia que todos conocían, pero que se volvía a contar casi con el mismo regodeo que el primer día.
– Eso es como cuando la Paqui, la que vive en frente de la panadería, se separó del marido. ¿Tú te acuerdas de la que se montó? – comentaba una vecina con tono de burla.
– ¿Qué si me acuerdo? ¿Tú no te acuerdas cuando te conté que los había visto pelearse en el mercado? Faltó nada para que volaran las coliflores por los aires-. Sonaron las carcajadas del corrillo, y entre tanto cada uno iba añadiendo sus aportaciones y chascarrillos al relato.
Nosotros, como el resto, ya habíamos escuchado aquella historia unas cuantas veces, y aún así nos seguíamos regocijando al volver a oír nuevas versiones de la misma. Nosotros, un grupo de seis chicos y dos chicas que, como una pequeña réplica preadolescente de aquellos, apostados al final de la calle, solíamos sustituir las sillas por escaleras, y los cuchicheos por risas escandalosas e insultos amistosos.
Empezaba a caer poco a poco la noche, que bochornosamente se pegaba a la piel, al igual que los mosquitos que intentábamos quitarnos de encima dando palmetazos de vez en cuando sobre las piernas y brazos descubiertos. De pronto, uno de los chicos propuso jugar al escondite en la calle. En otra época del año ya habría sido tarde para aquello, pero estábamos en esa edad en la que el verano parece no acabar nunca, los días y las noches se juntan y desaparecen para volver a recrearse de manera similar al día siguiente, pareciendo que fueran a extenderse en un bucle infinito. Los horarios propios de la rutina del resto del año se rompían, y allí estábamos, cenando cada uno un bocadillo que nos habían ido trayendo nuestras madres o abuelas, con el olor de los jazmines que se despiertan por la noche, y sin otra cosa mejor que hacer. Y así, empezaba un juego revestido aún por la ingenuidad de quienes no hacen más que tantear el comienzo de la pubertad, explorando tímidamente límites nuevos que dejan paso a la picardía. Corríamos para escondernos y al mismo tiempo encontrarnos, aprovechando ese limbo en el que se entremezclan la infancia y la adolescencia, y que, durante un tiempo fugaz, nos permite jugar como los niños que aún somos, al mismo tiempo que compartimos el primer beso fugaz, agazapados tras un muro. Fugaz, como el velo de inocencia que poco a poco se cae, como los veranos que cada vez se hacían más cortos, como el tiempo, que hace que uno de esos días falte una de las voces del corrillo de vecinas y que las risas suenen cada vez menos, y que sin darnos cuenta, hace que la respuesta correcta a la pregunta ya no sea: “Como siempre”.
Sin embargo, de vez en cuando nos encontramos en otras calles, nos saludamos rápidamente o incluso nos preguntamos como nos va la vida, y pese a lo frugal de ese saludo, la calle permanece como una pequeña muesca en nuestra piel que nos dice cómo empezó el trazo de quienes somos ahora.
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