En el cobijo de la soledad que otorga el gentío, disfrutaba del tránsito de agenos y extraños, de rostros difuminafos, mirando de vez en cuando las obstruidas arterias, a las que cual maldición griega, la hora punta transformaba en piedra. El rugido de los motores y las sirenas sin escamas eran el primitivo lenguaje por la que las lenguas de hormigón expresaban el malestar del huésped, que sin ilusiones y sin destino…. muchas tardes agonizaba. Estatuas a dioses, prisioneras del capricho son relegadas a rotondas, o merodeadas por turistas con absurdas expresiones al percatarse de la ausencia de enseres, simultáneamente al júbilo de descuideros de báltico acento.

Y allí solo, rodeado de gente disfrutaba de ese momento íntimo donde ponía rostro a los seres sin rostro; imaginaba las posibles variantes que me otorgaría el destino, al imaginar a donde se dirigen con tanta prisa, o las conversaciones que tenían por sus universos de coltán y plástico.

Decidio entrar en un portal que estaba próximo, pues sabía que tendría acceso a la azotea, la cual le brindaría una vista de aquel collage y quizá con suerte podría amalgamarse, fundirse en la comprensión de lo que alli sucedia.

Mientras se preparaba para escupir al vacío desde la cornisa de aquel viejo y ruinoso edificio, fijaba la vista abstraido en las personas que caminaban por la acera, e intentaba adivinar si ellos, al igual que el, y de una manera incomprensible, se encontraban en la incesable espera de que un acontecimiento fortuito lo cambiase todo. Por fin el esputo comenzó su vertiginosa caída libre, el cual siguió la lógica trayectoria que le llevaría a impactar contra la acera, y con suerte en algún peatón, pero de pronto una repentina brisa lo deshizo a la altura del quinto piso, entonces…… comprendio que no era más que un escupitajo clamando al viento.

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