La Parca ha estado merodeando por aquí. No sé cuánto tiempo ni las visitas previas que le ha llevado explorar el terreno. El caso es que el martes decidió quedarse en el quinto. En el A, para ser más exactos. Quizá fue el resultado de un macabro sorteo. Se burló un buen rato de la vida de Pedro y nos asustó un poquito a los demás. A unos más, a otros menos. El anticipo que le mandó unos años antes fue un acompañante molesto que lo dejó en los puros huesos. Pero él se conservaba ágil y, aún a riesgo de estar equivocada, juraría que se mantenía muy entero. Eso sí, se le había borrado la sonrisa.
Lo había visto hacía unos días. Con su barra de pan bajo el brazo. Fantaseo un instante con la idea de que a modo de un periódico que ya no compraba ni leía; ni falta que le hacía, para ser honestos. Cuando uno «está tocado», sospecho que en la prensa solo ve esquelas de muertos.
No teníamos mucho trato pero me caía simpático. Creo que era bueno. Charlábamos bastante al principio. Con él y con Luisa ─su mujer─, su compañera de vida y consuelo. Mismo portal, misma letra, misma planta de aparcamiento… Sus vidas separadas de las nuestras por dos viviendas, dos rellanos, dos plazas de garaje, dos trasteros…
Recuerdo bien cuando Luisa me contaba, entre pizpireta y picarona, aquel crucero. Después las cosas se enfriaron; por un malentendido, creo. Nunca me quedó claro el motivo o el enredo. Las escaleras de vecinos se convierten a veces en páramos inhóspitos, en campos de batalla minados de rencillas y rebuscados entuertos.
El caso es que lo tengo en mis contactos. Como «Pedro, librero». Antes de que la vida le mandara aquella sombra oblicua que ya portaba una guadaña afilada, me servía a domicilio los libros que yo iba requiriendo, curso a curso, para mi hijito querido; entonces, estudiante nuevo.
Y me encontraba con él muchas mañanas. Caminaba deprisa, aunque, de equipaje, iba poco ligero. Siempre arriesgando la vida. Con el último bestseller empuñado en una mano y, en la otra, un cigarrillo eterno. Apenas si levantaba la vista. Apuesto todo a un número a que más de un susto se llevó puesto. Bien en forma de chirriar de neumáticos o de excremento de perro. Ambas posibilidades son muy comunes en un barrio como el nuestro.
He pasado por encima de él hoy; del contacto de Pedro. Buscando otro por la «R»; o por la «P». Ya no me acuerdo. Él ya no es, ni está, ni se le espera y, sin embargo, su nieta de meses sigue posando engalanada como para una fiesta en el estado de wasap del teléfono. En un gesto absurdo y un tanto atolondrado, he agrandado la foto. Quizá para apenarme un poco con la estampa de una niña que ya no disfrutará de su abuelo. Un abuelo joven que, de joven, debió de ser bastante pinturero.
El estupor ha sido mayúsculo cuando me lo he encontrado «en línea» y me ha costado un poco entenderlo. ¿Quién podría estar al otro lado? ¿Su viuda dolorida? ¿Un amigo del alma? ¿Alguno de los hijos que ha dejado huérfanos?
¿Y con qué fin? ¿Rastrear las últimas migajas de vida? «Mañana cita en oncología». ¿Informar de lo ocurrido? «Hola, soy Pedro, he muerto». ¿Recibir las condolencias? «Lamentamos tu muerte, Pedro». ¿Dar de baja el teléfono? «Por favor, extingan el contrato por fallecimiento».
¿Qué haré con su contacto? No sé cómo proceder, lo confieso. Siento que eliminarlo ahora es un acto un poco grosero. Pero ¿para qué conservarlo? Tampoco me entusiasma la idea de volver a posar allí mi dedo.
No me acostumbro a La Parca, por mucho que sepa que todos la llevamos al lado mientras nos afanamos viviendo. Tratamos de despistarla. Nos vanagloriamos incluso de haber conseguido hacerle algún que otro quiebro.
Pero ella es siempre más lista, más negra, más amarga y está siempre en continuo movimiento.
Una calle de un barrio del sur. Madrid.
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