Las nubes se deslizan tan rápido como mis pasos cuando no las observo. Las banquetas son tan irregulares que sin tregua me reclaman atención absoluta. Sólo con el rojo de los semáforos me doy el lujo de contemplar el comportamiento camaleónico de la abundancia blanca en la intemperie.
De soslayo, la muchedumbre se mueve apresurada.
Cruzo la avenida buscando una sonrisa, mínimo, una complicidad en la mirada pero nadie me ve. Notan mi presencia, me confunden con cualquier extranjero en las calles de San Cristobal de las Casas. Sin embargo no soy foráneo tampoco parezco mexicano. Y cuando hablo, los desconocidos siempre me preguntan de dónde soy. Si les digo la verdad, no me creen, si invento tampoco.
Hace mucho aprendí a aceptar que no soy de ningún lugar.
Y disfrutar de las calles, las tejas, las nubes y el intermitente sol. Por eso, camino con la esperanza que alguien me acompañe sin decirme nada. Alguien que entienda que mis pasos son una invitación a deambular juntos hasta que nuestras piernas no puedan más. Sólo así me atrevo a hablar de todo menos del camino recorrido. Somos lo que caminamos pero nos conocemos hablando de otras cosas.
Nadie camina con extraños, nadie quiere inspirar paranoia.
Estoy cansado y por aquí cerca trabaja una conocida. El arte es compañía sin estar presente, la risa estimulada por los ausentes. Es empatía metafísica. Y le pido una pluma y papel y dibujo las nubes que vi. Ya me sé de memoria las calles y dibujarlas no las borrará de la memoria y no quiero recuerdos más nítidos sino salvar las pareidolias que vi en el cielo. Hago una fábula que las nubes me narraron en los rojos de los semáforos.
Termina de trabajar y la acompaño a una esquina, nos despedimos.
La ciudad es tan pequeña que las luces no alumbran el cielo y la noche está nublada. Y oscura. Sólo me queda volver a la casa de una amiga donde dejé mis cosas, a ver si ya volvió de su viaje de negocios. Toco la puerta y toco y toco y no abre y esperé sentado observando las cortinas azules de la casa de enfrente hasta que apagaron la luz de la habitación. Seguro ya todos duermen, es hora de dormir en la entrada de una casa abandonada.
Funcionó el truco de recoger una botella del licor más barato que encontré por ahí, por lástima me dejaron dormir. Y me río de todos los que me discriminan apresurando su andar. ¡Una botella vacía es el mejor disfraz para soñar tranquilamente en cualquier parte que no sea el Centro Histórico! Y las nubes me hacen soñar despierto, ¡es un hermoso día para ser otra persona! ¿Qué seré hoy? ¿A quién imito ahora?
Los transeúntes no inspiran, todos recorren con una mecánica muy seria. Y los turistas no pasan por aquí. Y el cielo nublado parece un rostro pálido, ¿está preocupado por mí? Es la primera vez que duermo en la calle, estaba seguro que la policía interrumpiría mi quimera para meterme al bote pero ni eso. La cara se transfigura a un osito de peluche. Siempre son ositos de peluche, ¿la bóveda celeste aún es infantil? Pasa una pareja y la muchacha lleva un ramo de flores, ¿necesito enamorarme ahora?
Y una joven intenta venderme ropa regional, es bonita. Me gustan mucho las nativas de los Altos pero seguro me linchan si intento seducirla, ¡excelente! Si me corresponde podría ser una historia de amor llena de peligros… ¡podríamos huir lejos! Y mirar juntos en un rascacielos las nubes, ¡podría mostrarle el mundo que conozco! Ser alguien muy interesante sin necesidad de hablar, sólo caminar por las calles de otras ciudades y agarrados de la mano.
Se asustó muchísimo en mi primer intento, pero le hice caso a las nubes y compré un oso de peluche. Se tranquilizó… Aceptó caminar conmigo, ¡las nubes me señalaron a la indicada!
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