El hombre de los huesos grandes

El hombre de los huesos grandes

Mariano E.

02/03/2018

Hoy mi atención se centraba en cosas más importantes que ponerle cuidado a un par de hojas de periódico revoloteando.

Una de ellas se enredó contra el viejo poste de luz de la esquina. La otra, pasó por delante de mis ojos; meciéndose, provocadora, al vaivén de la brisa.

Tan solo la dejé pasar alzando una ceja, sin mayor esfuerzo por averiguar hasta donde iba a llegar. Tal vez, otro día cualquiera, me habría levantado como un resorte para no perderme ni un solo detalle de esa extraña danza.

Por lo pronto, seguí con la vista clavada en la esquina por donde ululaba el viento. Por ratos, me costaba trabajo mantener los ojos abiertos, pero… ¡Me daba miedo parpadear!

¡Nunca me lo había perdido y hoy no iba a ser la excepción! ¡No!… Eso era, totalmente inadmisible.

El tono de la luz del día me indicaba que ya casi era la hora. El sol hacia mucho rato que se había levantado por encima de los tejados del barrio. Un barrio lleno de árboles, balcones, postes, gatos, niños, ancianos, automóviles, bolsas de basura e hidrantes.

Era un lugar muy divertido, pleno de vida y de sensaciones. Cientos de rostros, miles de voces, millones de olores; montones de cosas por disfrutar.

Y justo arriba de una de las casas, sobre el canal de agua lluvia del tejado, un puñado de escandalosas aves también me lo hacían saber.

¡Como las odiaba! me sacaban de mis casillas. ¡Mil ciento veinticinco millones de veces malditas!… Eran de lejos lo único que, a veces, ponía en rojo mi cerebro; lo único que me hacía fruncir los labios con rabia.

Bueno, a veces esas ruidosas motocicletas, y alguno que otro ciclista, también podían ponerme de cero a cien en dos segundos.

Las miré con la esperanza que, de mis ojos, salieran un par de rayos láser… pero no; el escozor que sentía no era por la energía lumínica de mis pupilas.

Después de un par de segundos dejé de mirarlas y decidí tomar aire… y soltarlo. Siempre funciona.

Por ahora: mantenerme alerta y sin parar de observar.

El hombre de los huesos grandes pronto llegaría. Mi entrecejo me lo advertía. Mi estómago lo confirmaba. Mis ojos lo deseaban.

3, 2, 1… ¡me levanto y …!

Nada.

3… 2… 1… ¡Por fin! …

Nada.

¿Nada?

¿Qué putos gatos muertos estaba pasando?

Algo no estaba bien… Me levanto alarmado.

Mis ojos arden por no parpadear, pero no.… ¡No me lo voy a perder!

Quiero correr hacia la esquina para ver qué pasa, pero mis piernas tan solo tiemblan.

No lo hago… Las obligo a que se mantengan en su sitio.

Estoy acostumbrándome a no dejarme llevar por la desesperación y las ganas. Así sean muchas; así duela mucho.

Mis sentidos se expanden: alguien viene… Aunque ya sé que no es él, presiento que algo tiene que ver.

Lo veo aparecer: Es un hombre, como cualquier otro… Pero no es el que espero.

Avanza cabizbajo. Siento emanar de él un leve olor a orines y a culo mal aseado. Lo siento tenso, lo presiento triste… Por alguna razón, eso me conmueve.

Se acerca a la puerta de la carnicería. Lo veo revisar su teléfono. Lo veo chatear con alguien. Lo veo… y no lo creo. ¡No tiene afán por abrir la puerta!

Que falta de responsabilidad… Inspiro y suelto.

El hombre no me siente cuando me acerco. No posee esa virtud… Pero, por alguna razón ¡Se vuelve y se encara conmigo!

Eso me desconcierta un poco. No es normal. No es común que me perciban cuando, por lo general, soy invisible.

Me mira con tristeza. No me gusta lo que veo en sus ojos. Eso me pone nervioso ¡Más aún!

Me pide que me acerque, pero sabe que no lo voy a hacer…

No insiste y se me queda mirando… y me… ¡Me dice que el hombre de los huesos grandes no va a volver!

Al principio no le entiendo. No estoy acostumbrado a escuchar a los extraños. Pero hoy, por alguna razón lo entendí casi… casi antes, de que terminara de decírmelo.

Mis ojos se lo quedan mirando… No me lo creo.

¡Y le grito!… Le exijo que me dé una explicación con una andanada de preguntas; como el viejo tableteo de una ametralladora de la primera guerra mundial.

– ¿Cómo así que no vuelve? ¿Para donde se fue? ¿Por qué no viene? ¿Quién putas eres tú, cabrón?

Jadeo un poco, sin dejar de observarlo… Y dirijo mi vista hacia la esquina, esperanzado, porque aún no me lo creo…

Nada…

¡Y lo encaro de nuevo mientras lo vuelvo a acribillar!

– ¿Dónde está? ¿Por qué no vino? ¿Qué se lo impide? ¿Tú quién cojones eres?

Resuello, me encojo, me derrumbo… desde mi miserable y triste posición le mando mis últimas municiones

– ¡Contéstame! ¡Contéstame!… o es que, aparte de feo ¿También eres sordo?

El hombre me mira en silencio, se agacha y trata de acercar su mano… ¡No!… me aparto un poco.

– ¡Contéstame! ¡Contéstame! ¿Cómo así que no viene? ¿Dónde está?

¡No puedo parar! No.… no puedo… pero, el instinto no puede mentir.

– ¿Para donde se fue? ¿Por qué no vino? ¿Tú quién eres?

Ya no es tan solo presentirlo… el corazón ya lo sabe.

– Contéstame… por favor.

Ahora ya lo sé… mis gritos se convierten en gemidos… mi pecho se congestiona… lo miro con lágrimas en los ojos… y le digo… le suplico que… que no…

– No me lo digas.

Él entiende… y se acerca un poco más.

Lo dejo acercarse… le permito que ponga su mano en mi cabeza…. suelto un sollozo.

Acaricia con suavidad mi cabeza.

Él, se acerca un poco más y me abraza, acariciándome el lomo con ternura. Yo tan solo lo dejo hacerlo. Tomo aire… y lo suelto; aún sirve.

Permito que alce mi cabeza un poco… Lo miro hasta lo más profundo de su ser y entiendo todo.

Decido que quiero lamer su mano… Él también lo amaba.

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