¡Acuéstate a dormir ya, desgraciado!

¡Acuéstate a dormir ya, desgraciado!

Aspiró con fuerza su cigarro. El humo le cubrió el rostro hinchado y enrojecido. Se recostó de la pared tratando de fundirse con el muro. En una noche tan fría y oscura era poco probable que alguien se fijara en ella; aun así, quería quedar anónima entre las rendijas de los ladrillos. La luz en el apartamento Uno-B del edificio del otro lado de la acera seguía encendida.

El maldito sigue despierto. De seguro está con una exuberante nórdica, como siempre quiso. La debe tener entre sus brazos hablándole de la belleza de sus tierras, o recitándole las tres frases mal aprendidas de Raskólnikov sobre la miseria y la pobreza, pensó. O tal vez, y mucho peor, le debe estar hablando de lo enigmático en la obra de Óscar Wilde. Aquello era infalible, a ella misma le había hecho bajar las bragas un año atrás.

El cigarro iba a la mitad, era el último de la cajetilla. La luz de lunares negros en el apartamento seguía sin apagarse. “Es algo enfermizo”, retumbó en su cabeza. Los dedos temblorosos, en sus bolsillos, estaban de acuerdo con la conciencia; pedían a gritos marcharse, pero no podía hacerlo hasta saber si, al llegar la oscuridad, se escucharían gemidos, o si la conquista de turno saldría por la puerta sin que él hubiese podido cobrar su recompensa.

Cruzó los dedos para que nada de eso ocurriera. Lo que en realidad deseaba era que la luz se apagara y él se fuese a dormir sin nadie a su lado. Tal vez el hueco en la cama lo haría tomar el teléfono para pedirle que volviera a ocupar su lugar junto a la almohada. Ahí la venganza sería perfecta, pues podría responderle con un rotundo ¡No!

La ceniza del cigarro se espolvoreó sobre su mejilla y se mezcló con una lágrima que bajaba entre los surcos de su piel. Si él le enviaba ese mensaje, ni siquiera respondería. Se quitaría las sandalias y, con sus pies morados y fríos, treparía por la fachada hasta el balcón del piso uno.

El apartamento seguía iluminado. ¡Acuéstate a dormir ya, desgraciado!, balbuceó entre los labios que se contagiaban del temblor de sus manos.

La lumbre estaba a punto de tocar el filtro. Dio una bocanada muy suave, quería alargar la vida de su única compañía. Una sombra cruzó por la ventana y ella, desde su puesto de comando, buscó una segunda sombra, pero nada, por lo que el preludio de los celos no sonó para darle entrada. La lámpara púrpura de peloticas negras, que comprara cuando decidió abandonar la ciudad y mudarse con él, no paraba de irradiar su extraña luz sarampionesca, pero nadie se movía dentro del apartamento. Por instantes se preguntaba si, desde ese mes que él decidiera echarla, algo había cambiado en el hogar. ¿El sofá verde conservará las marcas de quemadura? ¿El lavaplatos seguirá descompuesto?

Escupió la colilla de su boca y la vio rodar calle abajo. El rojo intenso de rubí se iba extinguiendo para hacerse gris y terminar volviéndose negro entre el polvo del camino. Los restos del cigarrillo esquivaron su trayecto natural hacia una alcantarilla y siguieron calle abajo, entre los surcos y escombros del pavimento. Tuvo curiosidad por saber a dónde irían las colillas de cigarrillo cuando daban contra el piso. Seguramente van a dar al mismo sitio que los pelos en los peines o las semillas de sandía en verano. Quizás, al lugar al que debió ir a dar el asqueroso cabello rojizo y rizado en la regadera que generara el caos un mes atrás. De no ser por la pista incriminatoria, ahora ella estaría acurrucándose en la colcha y girándose entre la cama para apagar la lámpara.

La luz finalmente se apagó. Esperó algún ruido en la habitación, pero nada. Él no tenía compañía y, de estar con alguien, al menos no estaba teniendo sexo. Con la temblorosa mano sacó el teléfono de su bolsillo. Aguardó paciente el mensaje que tanto anhelaba.

La pantalla del móvil seguía del mismo color que la colilla que rodaba sobre el suelo.

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