Suspiros en Reforma

Suspiros en Reforma

Adde Luna

16/02/2018

n recuerdo con nostalgia esos días de verano, en donde el ocaso era nuestro mejor aliado, la hora había llegado cuando las calles se coloreaban en tonos grisáceos, supongo que era después de las 6:30, cuando el aire resoplaba tan fuerte que muchas veces me hacía perder el equilibrio pero eso no importaba, ahí estaba puntual para jugar “escondidas”, “encantados”, “ponchados”, “al tarro”, etc.

Mi niñez transcurrió en gran parte en esa calle ¡Reforma! Y debo admitir que muchos vecinos se quejaban de nuestras reuniones infantiles, que si el balón había destrozado el rosal de doña Elena, que nuestro griterío no dejaba dormir al esposo de doña Chole, que quien había roto el cristal de la ventana de la casa de don Isidro, una tras otra llegaban las quejas y a pesar de los regaños de mis padres nunca dejé de asistir a esos encuentros que me llenaban de adrenalina y unos cuantos raspones en las rodillas. Era aquella época en donde la tecnología no golpeaba tan fuerte en nuestros hogares, no había tabletas, ni celulares, sólo el viejo ordenador arrumbado en la sala que me sacaba de apuros escolares. No había razón para quedarse en casa después de hacer tarea.

Hace un par de años, en una noche de invierno cuando iba de camino a casa de mi abuela me encontré a Diego, uno de los tantos niños que jugaba con nosotros, él me saludo añadiendo «¿Recuerdas cuando jugábamos y siempre traías la nariz y las rodillas raspadas? ¡Quién lo diría!” Rió coqueto. Había olvidado lo mucho que Diego me gustaba a pesar de que en esa época era un chiquillo flacucho, de grandes ojos y piel pecosa “Tú siempre pateabas chueco” sonreí en mi defensa. La plática se extendió media hora más, nos despedimos y quedamos de vernos al día siguiente, precisamente en nuestro baúl de recuerdos ¡La calle Reforma!

Iba de camino a nuestra cita con los nervios a flor de piel y sintiendo un ligero cosquilleo en mi abdomen, no dejaba de mirar por la ventanilla del autobús y el camino se me hizo eterno. Al llegar lo ví recargado en un poste, la calle lucía diferente el empedrado había sido sustituido por una capa de cemento que más que bonito lo había hecho perder esa parte colonial que tanto me encantaba. Muchas casas tenían un toque más moderno, las puertas de madera habían sido cambiadas por metal, el adobe por ladrillo, ya no había casas sin cerca. Diego se separó del poste y caminó hacia mí “Que te sorprende” sus palabras me hicieron sobresaltar “Ya nada es como recuerdo” le respondí en un suspiro. “Desde que te mudaste ya nada es igual” sonrió y pude ver como se sonrojaba. La calle estaba solitaria, si no hubiera sido por los faros encendidos parecería un escenario de terror. ¿Ya nadie juega aquí? Le pregunté con tristeza, “Los tiempos han cambiado y no solo aquí, ya te habrás dado cuenta”, “Siempre pensé que este lugar no perdería su esencia” le respondí recordando las solitarias calles de mi actual domicilio esas siempre habían estado igual desde que llegamos, sólo autos estacionados en fila, rara vez se oía un ladrido, no había infantes jugando, de hecho no conocía a muchos de los vecinos de la cuadra. Por eso cuando nos mudamos pasé varios días llorando, maldiciendo una y otra vez el nuevo empleo de mi padre, sin embargo siempre imaginé que Reforma luciría igual que como cuando me fui, estaba con la ilusión de encontrar el mismo contexto, pero es claro que los buenos tiempos se han ido, la libertad de correr sin miedo se había esfumado, mucho de ello a causa de la delincuencia, los medios de comunicación, la tecnología. Nos habíamos modernizamos, no sé si para bien o para mal.

Diego se acercó a mí tocándome el hombro izquierdo “¿En qué piensas?, “En que tienes razón, todo ha cambiado” le respondí lanzándole una sonrisa apachurrada, “No todo” dijo mientras se acercaba más, quise retroceder al sentir su respiración rozando mi cara, pero no pude, bajó sus rostro y me miró con ternura, como si estuviera pidiendo permiso y de pronto me besó con dulzura, sus labios eran tibios y sabían a menta, no dudé en corresponderle. Otra vez estaba en lo cierto, lo único que no había cambiado era mi amor por él.

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