El silencio y la oscuridad hacen que el palpitar de los corazones retumbe como eco en las paredes del interior del camión que recorre las ardientes calles de Los Ángeles en el verano del 2015, las miradas de varios inmigrantes se entrecruzan, se hablan sin pronunciar palabra.
El conductor los obliga a bajar, y todos corren por rutas distintas. Bartolo Pérez salta, y al caer hiere sus manos sobre el pavimento.
Se levanta rápidamente, las gotas de sangre se deslizan por sus dedos, corre hasta llegar por inercia a un parque que tiene un pequeño lago, donde lava su herida y refresca su rostro.
Atrás, en su tierra, su esposa Fermina de la A lleva meses sin saber de su marido, y el llanto y la desesperación consumen sus días, lo único que le queda es lamentarse. Piensa y dice: “¡Señor, ayúdame!… Necesito saber de mi Bartolo”. ¿Dónde estará?
Bartolo camina por las calles sin un rumbo definido, su camisa está pegada a su cuerpo por el sudor, su estómago emite sonidos que él escucha. Llega a la zona de las calles de Skid Row, donde observa a cientos de personas que duermen en la vereda. Decide acercarse a un viejo vagabundo y le pregunta:—¿Cómo puedo hacer para pasar la noche?.
El viejo lo mira, no lo entiende, le dice:
—Here-there-anywhere hommie.
Bartolo coloca la mochila como almohada, se acuesta sobre el pavimento, cercano al grupo de carpas tendidas sobre las veredas, y deja que el cansancio lo tome prisionero y lo arrulle en sus sueños.
El calor aumenta, la luz del astro milenario ilumina el rostro de la pobreza y la esperanza, el ruido de carros y buses que pasan cerca lo despierta, recoge su mochila y camina, dejando que su instinto lo lleve a algún sitio. Pasa junto a un grupo de personas paradas en una esquina que parecen ser inmigrantes y les pregunta:
—¿Dónde puedo conseguir trabajo?
Se quedan mirándolo, uno de ellos le extiende una soda y un pedazo de pan, pues lo ve con hambre.
—¿Cómo te llamas? —pregunta.
—Soy Bartolo —contesta, mientras bebe su soda—. Acabo de llegar y no tengo a dónde ir, llevo meses intentado cruzar la frontera, hasta que pude llegar aquí. No tengo dinero y quisiera poder trabajar.
—Ven conmigo, te ayudaré —responde el hombre—, soy jefe de un grupo de empleados en un edificio que está en construcción. Necesito alguien que cargue materiales. Mi nombre es Alberto Sánchez.
—Gracias, don Alberto, no lo defraudaré, patrón, soy buen trabajador —responde Bartolo.
El transcurrir de las horas hace que el cansancio haga presa de Bartolo, sus cincuenta y cinco años no le dan energía, él sabe que en su tierra su esposa y dos hijos necesitan de él. Cada noche vuelve a la calle de Skid Row, se acomoda en el mismo sitio junto al viejo vagabundo, usa su mochila de almohada, y algunos plásticos lo cubren de la lluvia. Los lamentos de alcohólicos y adictos disfrazan las noches, hasta que el cansancio vence el día que muere y da un espacio de silencio para conciliar el sueño.
Ha empezado a quedarse a trabajar doble turno, toma bebidas energizantes para tener fuerza.
—Bartolo, ¿qué te pasa? Veo que tienes los ojos y la cara muy rojos. ¿Estás bien? —le pregunta Alberto.
—Sí, patrón, todo está bien —responde, mientras su cabeza produce hormigueos que él no comprende.
Pierde el conocimiento y se desploma sobre el cemento donde esperan el bus. La gente corre y deja el sitio vacío, pues sabe que llegará la Policía, la migra, la ambulancia. El cuerpo de Bartolo yace en el piso con convulsiones. Alberto trata de ayudarlo, hasta que escucha la ambulancia, en ese instante él también corre a esconderse.
El olor del cuarto es insoportable, Bartolo está acostado con su cabeza protegida con un casco, solo se ven sus ojos. Se queda mirándome y me dice:
—Fermina estuvo aquí, se acaba de ir, don Alberto.
— Bartolo. ¿Cómo te sientes? —le pregunta.
—Me tratan mal, don Alberto, me dejan tirado, me han puesto pañales, y todos los días una mujer distinta viene y me insulta porque tiene que limpiarme —le contesta con voz delirante y apenas pudiendo unir las palabras.
El derrame cerebral fue masivo, tuvieron que abrirle el cráneo y sacarle la mitad de hueso en su cabeza. Ahora, su cerebro está pegado a la piel de su cuero cabelludo; su única protección es el casco que le han colocado.
—Don Alberto, ella me está traicionado, me está engañando con el viejo Phillipe. Yo los vi durmiendo en su carpa a mi lado en la calle de Skid Row, ¡viejo Chingon! —comenta con rabia.
Pasan los meses, y Bartolo sigue postrado en su cama de hospital; la oscuridad y el olor nauseabundo de su habitación producen náuseas. Las enfermeras colocan una señal a la entrada de la habitación que dice: “Hazard”.
—Usted es como mi padre, don Alberto —comenta Bartolo con llanto desconsolado, como un niño que busca abrigo.
No puede mover sus manos ni sus piernas. A veces se queda dormido contando historias sin sentido. Don Alberto permanece a su lado los domingos por la tarde, con paciencia en medio del bullicio de los corredores del hospital, escuchando sus historias.
Alberto siente un extraño sentimiento, corre al hospital y puede ver cómo sacan el cuerpo de Bartolo de la habitación. Su cabeza aún sigue cubierta por el casco; está rodeado de policías. Ha muerto, y ahora su destino es la morgue. Su cuerpo pasa delante de él, no puede acercarse y permanece como un observador, nada más.
Alberto camina por la calle en Skid Rod, cerca al sitio donde conoció a Bartolo y pregunta por el viejo Phillipe. Lo encuentra, y este le señala el sitio donde dormía Bartolo. Allí está su mochila, y dentro de ella una libreta con las fotos de Fermina y de sus hijos. Un teléfono escrito en una pequeña libreta con páginas sucias.
Llama, pero nadie contesta.
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