Alguien me explicó que la soledad tiene un color concreto. Yo siempre había imaginado la soledad, quizá, como el silencio de la noche. O como el murmullo de los árboles con el viento. Ella, sin embargo, decía que tenía el color del atardecer, cuando el sol se está apagando. Que tiene tonos azul cristal, como las lágrimas derramadas y matices rojos igual que los corazones rotos. Decía que el amor te permite ver aquello que normalmente está oculto.
Porque una madre siempre puede ver…
Aquel día se aventuró a ir. Llevaba mucho tiempo sin salir a la calle. No por elección propia, sino porque no tenía otra opción. Eligió la ropa del armario con cuidado. Un pantalón de deporte y una camiseta excesivamente larga. Era importante no destacar y así era como vestían ellos. Luego se fue caminando lentamente hacia la plaza del pueblo. Caminaba mirando al suelo sin levantar la cabeza como si el futuro, el que tenía delante, no le importase.
Las calles de Gelida, a esa hora, tenían un color especial. Aunque era verano, ya estaba cayendo la tarde y cierto color púrpura teñía los edificios. Las sombras se iban alargando. Algo que indicaba que las vacaciones se estaban acabando. Y mientras andaba, deseando no llegar a su destino, observaba su propia sombra también alargada sobre el camino. Al fin y al cabo, aquello lo hacía por sus padres. Solo por eso daba otro paso más… y otro y mientras lo hacía, solo podía pensar en qué pasaría al llegar. No le quedaban amigos. No conocía a nadie. Y se sentía solo. Tan solo… Por eso sus padres se esforzaban en animarle y pedirle que saliese. Sabía que lo hacían por él. Que ellos también estaban sufriendo. Él no quería estar solo. Tampoco entendía por qué lo estaba. ¿Qué había hecho mal? Quizá era diferente. Pero, ¿Tan importante era eso? Por lo visto sí lo era. Siguió caminando, paso tras paso. Paso tras paso… paso tras paso, deseando que el tiempo se dilatase y aquel paseo hasta la plaza del pueblo se hiciese eterno. Eso era mejor que llegar. Llegar y no ver a nadie. Porque nadie le esperaba. Nadie le había llamado. Y nadie iba a hacerlo.
Es curioso como, a veces, estando rodeado de gente, puedes sentirte como si estuvieras abandonado en medio de un océano.
Y en ese momento, mientras avanzaba hacia aquella pequeña plaza, así se sentía. Las casas y las calles se habían transformado en un desierto, que le hacía invisible ante todo el mundo. Se detuvo y observó detenidamente lo que tenía ante sí, sintiéndose protegido por esa invisibilidad que le otorgaba la soledad. Desde donde él estaba vio a unos niños, charlando alegremente, sentados en unos bancos de madera que coronaban el lugar. Podía oír como reían. Se imaginó a sí mismo con ellos, hablando divertido. Recibiendo cada día esa llamada, en la puerta de casa, que le invitaba a salir a la calle y jugar. Y hablar y reír y correr y reír y reír y casi morirse de la risa. Y recibir confidencias y contarlas. Y contar historias de misterio, al caer la noche, sentados en corrillo en aquella vieja plaza de pueblo, bajo la luz de las farolas. Y enamorarse. Y recibir su primer beso prohibido y sentir y sentir…Y sentir. Y por un instante supo lo maravilloso que debía ser, no sentir la soledad.
Pero él no era uno de aquellos niños.
Había prometido esforzarse y hacer amigos. No podía ser tan difícil, le decían. Qué sabrán ellos. Qué sabrán los adultos, que ya se han olvidado de lo que es ser niño.
Con torpes y tímidos pasos, se dirigió hacia aquellos chicos. Pero los pocos metros que le separaban de ellos, inesperadamente, crecieron y todo pareció encontrarse mucho más alejado, de lo que en realidad estaba. Sus piernas, pesadas como el plomo, apenas conseguían separarse del suelo en cada uno de sus torpes pasos. Pensó que eso era él. Un niño de plomo, en unas frías calles de plomo. El soldadito de plomo del cuento, como él, perdido y solo.
Se sentó a su lado y tituveante, saludó y se presentó. Un convencionalismo social que supuestamente siempre funcionaba. Todos detuvieron la conversación unos segundos, mirando a aquel desconocido que sin ninguna invitación había aparecido allí y sin mediar palabra, con gesto áspero, se levantaron y se fueron. No se lo reprochó. Al fin y al cabo, él era un extraño. Y nadie habla con extraños.
Permaneció unos minutos solo, sentado en el mismo lugar donde le habían dejado. Recordó el final del cuento. Aquel soldadito ardiendo entre las llamas. Pensó que la soledad, pesaba tanto en el alma como el plomo. Y que al final, cuando todo te ha abandonado y todo se ha consumido, lo único que te queda es tu corazón.
No se había dado cuenta, de que su madre le había estado observando todo el tiempo, desde el otro lado de la plaza. Se dirigió hacia él, con una fingida sonrisa que ocultaba su tristeza y se sentó a su lado. El mismo banco que momentos antes había estado ocupado por risas traviesas. Y en el que ahora solo había silencio. No dijo nada. Solo le abrazó.
Ella me contó que mientras le contemplaba, aquella tarde, pudo ver el color de la soledad. Ese día tenía el color del atardecer, cuando el sol se estaba apagando, sobre aquella bulliciosa plaza llena de niños corriendo y riendo. Que tiene el azul cristal de las lágrimas derramadas y los matices rojos de un corazón roto. Me dijo que el amor te permite ver aquello que normalmente está oculto.
Porque una madre siempre puede ver…
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