Aún recuerdo esa tarde de verano como si fuera ayer. Yo era pequeña y puedo decir con orgullo que, aunque faltaba poco para ello, aún no habíamos llegado al siglo XXI. Mis padres habían adquirido hacía no mucho una casita en el campo y desde ese momento, nada más terminar la época escolar en junio me trasladaba allí con ellos para jugar en la calle y chapotear en la piscina. Sin embargo, ese verano fue ligeramente distinto… o todo lo diferente que puede llegar a ser para una niña de seis años.
La nueva residencia de verano se encontraba en una amplia calle, rodeada por más casas del estilo y muchos árboles, recuerdo mirar hacia arriba y ver un frondoso océano verde que tapaba el azul del cielo. Por aquel entonces, dicha calle me parecía enorme y la pendiente al final de la misma, digna contrincante de la fuerza gravitatoria, pues más de una vez había terminado rodando por ella al soltarme de la mano de mamá. Nuestro coche paró en el número seis de aquella calle y papá sacó del maletero mi pequeña bicicleta rosa, fruto de que meses antes los Reyes Magos habían escuchado, con atención, la petición de cierta niña -Papá, quiero una bicicleta rosa-. No obstante, mis sesiones de entrenamiento ya habían dado sus frutos y mi trofeo había sido conseguir mantenerme en equilibrio sin un ruedín lateral.
-Mamá, ¿cuándo podré ir sin ninguno de los dos?
-Pronto- Dijo mamá sonriendo.
Pasaron los días y yo ya me había recorrido el terreno acotado por el que se me dejaba ir pedaleando sola infinitas veces. De repente, una tarde, de improvisto, papá había sacado la bicicleta rosa del garaje y la había dejado en frente de casa, pero… ¡Faltaba el segundo ruedín! Ya era una niña mayor y ya podía montar en bicicleta como lo hacía mamá.
Decidida e ilusionada salí a aquella calle dispuesta a enfrentarme al mundo con mi renovada bicicleta rosa, junto a mi madre, que intuía que el proceso no iba a ser sencillo. Imitándola me subí al sillín, pero a la tercera pedaleada mi querida compañera de carreras me abandonó y salió disparada mientras yo rodaba por el suelo. Bueno, no pasa nada, pensé. Me levante, cogí la bicicleta y me volví a subir… esta vez conseguí pedalear un poco más, pero pronto empecé a hacer eses y terminé con las rodillas clavadas en el asfalto de nuevo. Parecía tan fácil cuando lo hacía el resto… Lo volví a intentar, una, y otra, y otra, y después otra vez. Mi madre me animaba a seguir cuando quería tirar la toalla y me consolaba cuando lloraba por un culetazo o un derrape con herida incluida.
La tarde pasaba y yo no había conseguido llegar al final de la calle. Pero estaba dispuesta a ponerle solución. Me levanté de la última caída, me senté con decisión en el sillín y pedaleé lo mejor que supe. Esta vez iba bien, lo estaba consiguiendo… No me lo podía creer, pero ahí a lo lejos… la cuesta del final de la calle. No sé en qué momento me separé la bicicleta o si fue ella la que se independizó de mí, el caso es que al final de la pendiente, llegamos las dos por separado.
-Venga, levántate que ya casi lo tienes- Dijo mamá recogiéndome del suelo mientras papá vigilaba, entre nervioso y asustado, por detrás de la verja que marcaba la entrada al jardín de nuestra casa.
-Mamá esto es muy difícil.
-Ánimo, pequeña, que ya casi lo tienes- Exclamó con ímpetu una voz masculina.
Detrás de nosotras, un matrimonio de ancianos realizaba su paseo diario. Recuerdo que me dio vergüenza, no les conocía. Mi madre me miró sonriendo después de agradecer los ánimos. Tímidamente, recogí la bicicleta rosa del suelo con la intención de volverme a casa, aquello no estaba hecho para mí.
-No te rindas ahora, sólo tienes que coger un poquito más de impulso- Añadió la anciana mientras me sonreía.
-No seas boba, no te vas a rendir ahora- Dijo mamá.
En ese momento ni lo pensé, me subí a mi bicicleta con más decisión que nunca. Me escocía una rodilla, pero no me importaba. Cogí impulso con más fuerza que para saltar a la piscina y mirando a un punto fijo del infinito, empecé a pedalear fuerte, muy fuerte, tan tan fuerte y deprisa que cuando me quise dar cuenta había conseguido subir la rampa que tanto me asustaba y había conseguido llegar arriba y frenar sin caerme. Mientras tanto, en la parte de abajo, se escuchaban los gritos y ánimos de mi madre y el matrimonio de ancianos. Aquella noche, se fue a dormir la niña más feliz del mundo porque ya sabía montar el bici como una persona mayor.
Actualmente, aquella calle sigue siendo la calle de mi casa. Sin embargo, ya no parece tan grande y complicada. Cada vez que tengo un problema o estoy en una situación difícil que me parece imposible… recuerdo este momento y siento que puedo con todo.
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