Inocencia olvidada
En su frente relucía el sudor que le recorría por gran parte de su faz, era una carita tierna que proclamaba la inocencia de un ser al que se le había usurpado su tiempo y sobre todo su espacio. Se detuvo unos instantes frente aquel parque que era delicia de chicos y grandes, solo observaba a lo lejos y un suspiro le agrietaba sus endebles expresiones, si así se le podía llamar al poco sentir que el tiempo le había arrebatado. Dejó a un lado su minúsculo cajón de bolear y se sentó ahí a seguir admirando cómo las familias se divertían con sus hijos, mientras él era solo un mero espectador, para él no había tiempo de visitar esos lugares, sin que fuera solo a trabajar. Se llevó sus manos a sus mejillas de color rojo producto del esfuerzo de andar buscando el sustento para su madre y sus hermanos, mientras que el padre alcohólico seguía la juerga con sus amigos, haciendo caso omiso a la responsabilidad que conlleva un hogar. Tan solo tenía 7 años y su estatura era si acaso unos 70 cms. se llamaba Juanito, o al menos así le decía la gente que lo conocía y que de vez en cuando le brindaba alguna golosina como gratificación después de algún servicio del lustre del calzado. Jamás se quejaba y siempre sonreía al que lo buscaba, hacía sus trabajos con gran amor, esa era la recompensa de ser así, que hacía de su trabajo un placer. En sus bolsillos llevaba unas canicas, dos corcho latas, una liga y muy pocos pesos, el trabajo había escaseado y aun no juntaba los 50 pesos que se ganaba diariamente, si bien le iba. Su infancia era diferente, no como la de cualquier niño en donde la preocupación no existe y solo se piensa en jugar, para él no era así, sus mañanas eran despertarse a las seis de la madrugada, llevar al molino el nixtamal que serviría para que su madre elaborara las tortillas que vendería en el mercado, después de realizar esas actividades, Juanito preparaba sus aditamentos para salir a ganarse su día con el verdadero sudor de su frente, ya que lo que ganaba su madre apenas si alcanzaba. Seguía observando hacia el parque, sus ojitos no podían contener las diminutas lagrimas que corrían de su rostro, una vez más se preguntaba por qué a él le había tocado vivir muy diferente a los demás, porque si siempre obedecía para él no había ropa nueva ni siquiera zapatitos de su tamaño, siempre se ponía lo que le regalaban los vecinos o alguna alma caritativa. Siempre soñó verse de la mano de su padre columpiándose tal como lo hacían los demás, pero eso tan solo era una quimera que jamás realizaría. Respiro’ hondo, sonrió y de nuevo prosiguió su camino mientras una voz grave le decía, ¿Me das grasa joven?
Edgar Landa Hernández.
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