‘somos dois gritos calados,
dois fados desencontrados’
Armando Vieira Pinto
Es casi mediodía y el sol perpendicular consigue lamerle los pies descalzos a Amália, a pesar de que ha colocado con esmero los dos taburetes y la mesita -colmada de prendas y útiles de costura- a resguardo bajo la sombra de los balcones. Está más fresca en la calle, tan estrecha que los edificios casi se abrazaban y tiene mejor luz para coser. De un tiempo a esta parte toda ayuda es poca para enhebrar.
El cartero no puede tardar. Lo espera, como cada viernes, con una blusa blanca que se ha hecho ella misma y la falda azul cielo que sacó de unas cortinas que la señora Filipa iba a tirar. Ahora, con el sol enrabietado, en la calle no queda más que la chiquilla que limpia en casa de la señora, que remoja con abundante agua y jabón los adoquines frente al portal para fregarlos enérgicamente después, con una escoba de paja. La niña le tapa la vista del acceso a la calle, dónde empiezan las escaleras que que ascienden desde la Calçada Santana, justo por donde siempre llega el cartero.
Mateus se seca el sudor bajo la gorra con el pañuelo. Hoy hace tanto calor que la ruta por la freguesia da Pena le resulta fatigosa. Dadas sus callejuelas empinadas, se organiza para hacer el reparto en el barrio sólo los viernes, a no ser que llegue algo urgente. Conoce bien la maraña de capilares de las calles de Pena por deformación profesional pero también, y sobre todo, por las visitas a su abuela, que vivió sus últimos diez años rehén del arrabal, incapaz ya de desplazarse por sus cuestas.
Sigue escrupulosamente su ruta, parando a saludar, leyendo las cartas a los que no pueden o no saben y animando a aquellos que esperan correspondencia que no ha llegado. Con el zurrón ya vacío llega a la rua da Martim Vaz, la calle que deja siempre para el final del recorrido. Está subiendo las escaleras cuando de los peldaños empieza a chorrear agua sucia. Grita un “Eh!”, apartándose de un salto, y espera a que pase la inundación. Cuando sube por los resbaladizos escalones, alcanza a ver a la pequeña que fregaba, entrar corriendo en casa de la señora Filipa, quizás temiendo haberle mojado.
Saluda a través de puertas y ventanas a los vecinos que buscan el fresco en la penumbra de sus casas, repitiendo paciente que no, que hoy ya no hay correo para nadie. Busca con la mirada el número cuarenta y tres y allí está Amália, mirándolo con sus ojos negros casi cerrados por el exceso de luz. Levanta la mano y la saluda. Ella le devuelve el saludo con el dedal lanzando destellos desde su dedo corazón. Está preciosa, con su abundante melena recogida y la blusa y la falda que tan bien le quedan, aunque –piensa- ninguna ropa la haría más ni menos bonita. Sus pies morenos están descalzos, apoyados en el travesaño del taburete en el que se sienta a zurcir.
–Se te ha hecho tarde hoy, ¿muchas cartas?– le dice en cuanto está cerca.
–No, mucho calor. Y que me hago viejo.
–No digas eso, que somos del mismo año– se queja.
–Habrá que hacerse a la idea – dice él mientras se sienta- ¿Cómo va todo?
–Todo bien. El miércoles vino mi hermano.
–¿Y qué cuenta?
–Bien, mucha faena.
–Cualquier día se te lleva a Óbidos.
–No creo– sonríe– ya sabes que Leão…
–˝Saldré de Lisboa sólo en una caja de pino”– dice Mateus impostando la voz y riendo. Amália baja la vista y calla. De repente recuerda algo.
–Pero bueno, no te he ofrecido nada– dice haciendo sitio en la mesa.
–Cierto. Tengo que repostar para el descenso.
Amália entra en casa y sale enseguida con una generosa ración de pastel de bacalao y un vasito con un líquido rojizo.
–Por fin ha acabado de macerar la ginjinha.
–Sí, se te ha hecho largo- ríe Amália- A ver qué tal.
Mateus se la toma un trago.
–Dios mío, cada año la haces más rica.
–Serán las cerezas.
–Claro, y que el pastel esté tan bueno, es cosa sólo del bacalao– dice Mateus, sonriendo con la boca llena. Se quedan callados un momento y finalmente pregunta– ¿Cuánto hace que no aparece?
–Desde el lunes, que cobró el mes.
–¿Y los niños?
–Ya están acostumbrados.
Amália va a por la ginja y le rellena el vaso. Mateus pone su mano sobre la suya, que agarra la botella, y la ciñe con fuerza hasta sentir el dedal que aún lleva puesto.
–Volveré a hablar con él.
–No, no le digas nada, por favor, se enfadará contigo.
–Pues que se enfade.
Mateus saca su cartera y saca todos los escudos que lleva.
–No es mucho.
–No, me diste hace nada.
–No te lo doy. Pago el abastecimiento de ginjinha.
Callan.
–Pues te llevas la botella.
–No puedo, es lo que me arrastra a subir hasta aquí cada semana.
–Creía que era mi charla.
–Tu charla es lo tercero, después del pastel de bacalao.
Ríen. Se miran en silencio.
–Te estoy entreteniendo -dice Amália levantándose como un resorte- como si no tuvieras nada más importante que hacer.
–Y no lo tengo -dice él levantándose y calándose la gorra-, pero sí tengo el correo del lunes por clasificar.
Amália posa su dedo acorazado sobre los billetes que le ha dejado, discretamente, a un costado del plato y susurra un «gracias».
–A ti Amália– y cambiando el tono– Dile a Leão que ando buscándolo. Y que un abrazo.
–Un abrazo. Mateus.
Él sonríe y baja la cabeza a modo de “hasta el próximo viernes”, hasta ocultar sus ojos bajo la visera y vuelve a desaparecer peldaño a peldaño, en el reluciente calor, que ya ha secado por completo las escaleras de la rua.
créditos imágenes:
https://toponimialisboa.wordpress.com/2017/11/10/a-seiscentista-rua-de-martim-vaz-onde-nasceu-amalia/
http://sfraa.blogspot.com.es/2006/03/fui-lisboa-viii.html
Google Street View
OPINIONES Y COMENTARIOS