No olía a pan, ni a chocolate. Mi barrio olía a cola de contacto. Paco el zapatero, el amigo de mi padre, siempre me decía: «No hay mejor olor que este». Lo hacía con un pincel empapado en una mano y el tacón de goma en la otra. En aquel tiempo aún no lo sabía, pero aquel olor estaba marcando mi futuro.

Me encantaba bajar aquellos tres escalones que conducían a un pequeño cuartucho sin más calle que la que entraba por la puerta. Allí siempre estaba Paco, con su pelo engominado y su bigote de galán. Sentado martillo en mano, clava que te clava, con la sonrisa pegada al rostro por aquel pegamento cuyo olor tanto le gustaba. Aquel mundo de zapatos usados también olía a caucho y si te acercabas mucho a queso. Al menos eso era lo que decía Paco, «A doña Angustias le huelen a manchego, a don Satur a cabrales,…». Yo me quitaba mi zapatilla y se la ofrecía. «¿Y el mío?», preguntaba. «A quesito, aunque ya te va cambiando a queso de bola», respondía riéndose. Los olores de aquel diminuto taller dejaron un rastro indeleble en mi infancia, tanto como los amigos o los juegos.

El mostrador separaba dos mundos, el de los clientes y el del zapatero. Quitando a su mujer Lola y a mí, nadie podía atravesar aquella frontera. Detrás de él tenía una especie de zulo donde almacenaba los zapatos que tenía que arreglar y una estantería metálica donde exponía los que estaban listos para ser entregados. Allí se alineaban todos en parejas, los de mujer por un lado y los de hombre por otro, todos excepto aquel, que solitario, parecía melancólico por la ausencia. El abuelo de Miguel debía haberse pasado no hacía mucho, había perdido la pierna en la Guerra Civil y siempre iba con sus muletas de aquí para allá. ¿Qué haría con el otro zapato? ¿Compraría solo uno y le valdría la mitad? ¿Habría encontrado alguien con quien comprarlos a medias? Siempre quise preguntárselo a Miguel, pero nunca me atreví.

Miguel era mi mejor amigo. «Mi más mejor amigo», como yo decía para distinguirlo del resto de mis otros mejores amigos. Vivía frente a mí, en un pequeño patio con tres casas bajas adosadas a un edificio de varias alturas. En la otra vivían con sus padres: Fefa, Gloria y Pili. Su vivienda era mejor que las nuestras, al menos tenían un baño solo para ellos. La familia de Miguel y la mía compartían un servicio. Un cuchitril con un retrete, sin más ventilación que la proporcionada por los resquicios de la puerta. Un cable con una bombilla colgaba del techo y un rollo de papel higiénico, marca El Elefante, de la pared. Si había entrado el abuelo de Miguel había que dejarlo en cuarentena al menos media hora y en caso de urgencia aguantar la respiración como si se fuese un buscador de perlas.

Aquel patio era el centro de nuestras vidas. Las casas eran pequeñas y nuestras familias numerosas. Si no estábamos haciendo los deberes molestábamos. «Iros a jugar al patio», decía mi madre en cuanto pasábamos tres veces por detrás de ella mientras cocinaba. Allí nos juntábamos toda la chiquillada y llenábamos de alegría las tardes grises de invierno. El señor Copa, nuestro casero y dueño de la tienda de ultramarinos, no estaba tan de acuerdo con esa idílica descripción y a menudo se asomaba por la ventana de la trastienda vociferando: «No gritéis tanto que le duele la cabeza hasta a los arenques». Era mano de santo, no se oía ni una mosca al menos durante un minuto, lo que tardaba el primero en no poder aguantar la risa, y luego, a seguir quitando el gris a la tarde.

El señor Copa me recordaba al tendero del 13, Rue del Percebe, la historieta que aparecía en el tebeo que mi hermano mayor compraba para nosotros. Eso decía él, aunque siempre acababa leyéndolo y conteniendo las carcajadas para que pensásemos que era más adulto de lo que en realidad era. Había tenido la mala suerte de nacer el primero. Recién llegados a Madrid y con mi nacimiento a las puertas, la economía familiar no era boyante y le tocó, con solo once años, trabajar. Mi hermana tuvo un poco más de suerte, pero no mucha. Con siete años tendría que haber estado jugando, sin embargo, le tocó hacer de niñera para que mi madre trabajase. Por lo que me contó, no todo fueron obligaciones, alguna que otra vez me tocó ser testigo, desde el suelo de la calle, de sus evoluciones con la comba. Como veréis, éramos una familia con suerte, a todos nos tocaba algo.

Mi barrio, mi segunda familia. Ni mis abuelos, que no vivían muy lejos, eran más allegados que algunos vecinos, y nadie como Paco y Lola. ¡Las veces que habrá corrido conmigo en brazos! Calle arriba, camino de la casa de socorro. Por un lado mi madre, perdida en aquel barrio en el que todavía le era difícil ubicarse y mucho más manejarse en una urgencia. Por otro Lola, con la bondad y determinación de la madre que nunca llegaría a ser.

Con los años mi familia dejó el barrio en busca de una vida mejor, si es que en una ciudad dormitorio del extrarradio eso era posible. Nuevas amistades y nuevos vecinos. Pero ninguno como Paco y Lola, con ellos me unían vínculos de sangre. La vida separa los caminos y algunos los retuerce, como sucedió con el mío. Ya no los veo, aunque no los he olvidado, cada vez que esnifo el pegamento de la bolsa, en mis alucinaciones, los recuerdo a ellos y al barrio, pero sobre todo lo que decía Paco: «No hay mejor olor que este».

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