3
Si bien no he tenido un vínculo tan estrecho con el barrio que me vio nacer, casi sin quererlo, la historia de mi vida se remonta a una calle, o dos. A una esquina mas bien. Es navidad, y la mesa dulce emerge como protagonista de una noche a la que le queda lo mejor, y no tanto. Las copas chocan como abrazos entre desconocidos, y la música suena al compás de los fuegos artificiales. El espacio verde y parte de la vereda se llenan de familiares deseosos de reunirse, y allí, en medio del festín, miro a lo lejos a mis más íntimos, y entonces la soledad golpea mi puerta. Será recurrente. Las copas dejan de chocar, los fuegos artificiales dejan de sonar. Las doce ya no son.
5
Estoy mirando El Zorro en el televisor, como de costumbre, cuando escucho un sonido de motor que me resulta conocido. Corro hasta la puerta blanca de rejas del porche, y entonces los veo. Mis abuelos estacionando en frente de casa, bajo la sombra del Acacia. Me alegro profundamente, y los hago pasar. Me fundo en un interminable abrazo con mi abuela, y hasta el día de hoy recuerdo la sensación, los rulos suaves y el perfume inconfundible. La tarde cae, y la visita se esfuma. El Fiat 147 blanco se hace cada vez más pequeño, y entonces solo me quedo mirando una calle vacía, una vereda, un espacio verde, esperando hasta algún sábado próximo no tan distante la calle deje de estar vacía, y el Acacia vuelva a hacer de sombra, su más noble función.
8
Hace un calor sofocante, son vacaciones. El estadio está colmado como en cada tarde, y la pelota está ubicada sobre el borde de césped sobresaliente entre tanta tierra. Miro al arquero y veo en sus ojos una ausencia de reflejos que me tranquiliza. Pateo, y la pelota pega en el tronco medio del árbol derecho y el rebote no me favorece. Me frustro, mas luego miro las estadísticas y entiendo que todavía el descenso no debería preocuparme, y que el final del torneo es tan lejano como el alba, para esa tarde a la que le quedan años, solo algunos años.
10
Mitad de semana, los chicos vuelven del colegio. Miro por la ventana entreabierta y la veo. Su hermoso pelo castaño baila con el viento que no descansa, y su andar es suave y perfecto. Está acompañada de sus amigas, como siempre. Sonríe y entonces no puedo dejar de imaginar el caminar de su mano, así, tan suave como ella, por las calles de mi barrio, y por las calles del mundo. Pasa, pero su recuerdo queda, por un rato. Luego, cuando la cámara lenta deja paso a la velocidad de la cotidianidad, entiendo que nunca caminaré así. Ni por esas calles ni por ningunas otras. No con ella. Porque sencillamente, desde la ventana, nada sucede. Y salir de esa comodidad y enfrentar el futuro incierto, es imposible para un joven al que la vida lo golpea sin golpearlo. Un joven que sueña, pero cuya fragilidad hace que el riesgo lo paralice como paraliza el frío de una noche oscura, o de una pesadilla interminable.
11
Queda muy poco para mi viaje de egresados. Estoy bastante emocionado, y tengo un par de amigos con los que me siento a gusto. Mi familia está unida, bueno, con los cotidianos problemas de siempre, que milagrosamente se esconden bajo la alfombra. Pero todo va bien. Ayer hablé por teléfono con mi abuela, como media hora, y no podía dejar de hablarle del viaje. Por las siestas, hace como unos dos meses, entreno sin cesar para mejorar mi condición física. Estoy desconforme con mi cuerpo como si de un castigo divino se tratara, pero he decidido poner manos a la obra. No se si será la solución, pero creo que puede ser una alternativa. El domingo llega. El cuerpo ya no me pesa, el viaje ya no me importa. El cielo llora de pena, y sol se escondió para siempre. Mi abuela, Elvira, ya no vendrá nunca más los sábados. Ni los lunes, ni los domingos ni nunca jamás. No habrá más abrazos, ni charlas telefónicas. ¿Cómo seguir? ¿Para qué vivir? No lo entiendo, y no quiero entenderlo. Allí, en la vereda, mirando nada, pensando en nada, sintiendo el olor a muerte por vez primera, me quedo. Y entonces, hago un pozo en el espacio verde, y entierro un pedazo de mi alma, un pedazo de mi ser que ya no será, nunca más, como mi querida abuela.
19
Hoy, vuelvo de la facultad a eso de las once de la noche, y paso rápido por la vereda como si sólo perteneciera a la categoría de cosas de transición, de medios para llegar a un destino. Salgo, vuelvo, y vuelvo a salir. Pero esas dos calles ya no me significan nada. Hasta ahora. Ni las miro, ni las huelo, ni las percibo. Quizá me siguen importando, quizá no. Tal vez, y solo tal vez, esa indiferencia que me recorre el cuerpo sea un mecanismo de defensa. Un artificio creado para sobrevivir a tanta desgracia. El espacio verde ya no es un campo de juego, las paredes ya no son gradas, la ventana no contempla la chica de mis sueños, en navidad las copas ya no chocan distanciadas, el sonido de fuegos artificiales molesta y no es nada parecido a música. Los sábados nadie estaciona sobre la sombra del Acacia, y los domingos, un pedazo de mi alma enterrada quiere brotar. Pero no la dejo. Nunca. Porque ese dolor, como esa alegría de humana pertenencia, son la prueba, mas acabada, de que entre dos calles yace una vida.
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